lunes, 30 de diciembre de 2013

Don Alberto (publicado en Granada Hoy el martes, 31 de diciembre de 2013)

Si no fuera porque para otras cosas Vd. ha dado sobradas muestras de inteligencia, creería que, simplemente, ha perdido la cabeza. Si no fuera porque sus compañeros, cada uno en su dirección, están tratando de conducirnos de vuelta al medievo, no comprendería que, en realidad, el suyo es un plan bien urdido para volver hacer de este país su cortijo, poblado por una enormidad de labriegos y dirigido por un puñado de señoritos. Si no fuera porque alguno de mis conocidos, vecino de Vd., ya me prevenía hace años de su manso y conciliador disfraz de cordero cuando lo que se esconde debajo es un feroz lobo, no podría asimilar su denuedo en recortar derechos civiles. Si no fuera porque comenzó haciéndonos pagar por acceder a la justicia, no alcanzaría a desentrañar el porqué de su última fechoría. Si no fuera porque ya sé que sus amigas y las hijas de los amigos de sus papás, nunca tuvieron problema para hacer una escapadita a Londres para volver rosario en mano, no se me haría tan claro. Si no fuera porque Vd. ha decidido no camuflar —ni por un mínimo pudor estético— sus mefistofélicas cejas, la perplejidad que acompaña a mi pregunta sería aún mayor: ¿qué le han hecho las mujeres? ¿Qué delito han cometido para que cercene el pequeño margen que tenían para ser dueñas de sí mismas? 


Cuando uno contempla la similitud entre un feto de elefante y otro de un humano, enseguida comprende que no, que este último, por mucho que Vds. se empeñen, no es una persona. Pero si lo es, ¿no le dicta su recta conciencia la abolición completa de la ley? ¿Qué clase de dualidad moral gasta Vd. para ese sí, pero menos, “la puntita nada más”? Y lo que ya es el colmo, ¿es que la mujer es idiota o discapacitada para necesitar la tutela? ¿Qué pérfida misoginia lo conduce a Vd. a declararlas irresponsables del aborto cuando sobre el personal sanitario puede caer el peso de la ley? ¿Volvemos a la protección de las indefensas damiselas? ¿No se da cuenta que así también insulta a todo su círculo femenino incluido el familiar? Si no fuera porque yo sí obedezco criterios morales, porque yo sí abomino de la violencia, porque yo sí creo que este país necesita cordura, sosiego y consenso civiles y anda sobrado de políticos que trufan su actuación de prejuicios (por supuesto católicos), invitaría desde esta columna a todas las mujeres españolas a que, calzadas con tacón de punta fina, le propinaran una buena patada en salva sea la parte. Imagínese cuántas serían, el dolor que le supondrían y márchese, don Alberto, márchese.


martes, 17 de diciembre de 2013

La satrecilla valienta (publicado en Granada Hoy el martes, 17 de diciembre de 2013)


Mientras que era una mediocre estudianta, la irrelevanta niña, que en realidad quería ser cantanta, vivía pendienta de lo que hacían las demás. Su madre, garanta de todas aquellas costumbres que mantenían a sus vecinas maliciosamente expectantas, la hacía observanta de unas reglas cuyo único motivo era anular su propia expresión personal. Eran clientas de un estilo y unas formas marcadas por otras. Para ella, ser eleganta significaba seguir la moda de sus semejantas, con una actitud servil que resultaba hilaranta para cualquiera. Lejos de ser valienta, la niña, silenta, se mantenía en ese segundo plano gris que ella, poco a poco, sentía como una situación indignanta. La reacción consentidora y displicenta de sus amigas ante lo que ella veía como actitud humillanta de sus docentes y docentas la iba convirtiendo poco a poco en rebelde (o rebelda). No podía consentir que se las tratara a ellas distinto que a ellos con dos varas diferentas de medir. 

Los meses pasaban, las cambiantas estaciones transcurrían, los años se sucedían sin que aquella situación alarmanta cambiara. La niña creció hasta que por fin, un día, siendo adulta, comenzó una serie de pacientas conversaciones de las que salió presidenta y concluyeron dónde estaba la raíz de los problemas: en el diccionario, en esas acechantas palabras construidas en completo menosprecio de la condición femenina. Entonces, como si por ensalmo el cambio de términos conllevara la liberación que, anhelantas, esperaban, comenzaron a exigir que donde siempre se había dicho juez, aquellas vezas que se trataba de ellas se dijera juezas, que las nuezas recuperaran su femenina condición, que no se hablara solo de peces sino también de pezas y que hasta los excrementos humanos fueran hezas. 

No se debía hablar solo de generales sino también de generalas, no solo de coroneles sino también de coronelas, no solo de comandantes sino también de comandantas, no solo de tenientes sino también de tenientas, no solo de cabos sino de cabas, no solo de soldados sino de soldadas. Ya no solo existirían concejales sino también concejalas, no solo animales sino también animalas; las cosas dejarían de ser reales para ser realas. De aquel momento en adelante habría que redactar con una dualidad de género, imposible de mantener en la mayoría de los casos, pero que, a pesar de su inconsistenta redacción, indicara al mundo la sensibilidad palpitanta del orador u oradora. 

Y así acabó la historia: ya éramos todos  (y todas) iguales (e igualas) pero no nos entendíamos. Genial, geniala.

lunes, 2 de diciembre de 2013

Ellas, siempre ellas (publicado en Granada Hoy el martes, 3 de diciembre de 2013)


Todavía recuerdo aquellas mañanas de domingo en las que, a pesar de la luz de un sol espléndido, las caras de las señoras se ensombrecían con el recogimiento y con el ineludible velo negro camino de la iglesia. Una mañana festiva que se plagaba de verdaderas procesiones, riadas de familias que se dirigían periódicamente a misa y en las que, a pesar de intentar portar las mejores galas, ellas siempre debían mostrar la marca de la sumisión, la prudencia y la honestidad (no de la honradez y el honor que eran cosas de hombres; pruebas de honestidad). Por más que ellas rivalizaran en encajes y bordados tratando de utilizarlos como adornos, aquellos velos no eran sino el recuerdo atávico de una demostración palmaria: las mujeres nunca habían sido, no lo eran y no serían en el futuro iguales a los hombres. No ha pasado tanto tiempo de aquello y ya nos parece remoto. Afortunadamente, los nacidos en los 70 ya casi no lo recuerden porque eran muy pequeños cuando aquella costumbre logró erradicarse, pero aún resulta conveniente evocarla como medio preventivo de eventuales peligros. Como vacuna contra veleidades ominosas que continuamente asedian el normal desarrollo de la mujer en la sociedad. No me siento feminista y así lo ratifico en cualquier conversación, pero ello no significa que el desapego por el fervor de corrientes al uso me impida constatar y deplorar injusticias claras por razón de sexo. Por eso mi desolación es mayúscula cada vez que constato el aumento del uso del velo islámico en nuestras calles. Ellas, son siempre ellas las que deben cargar con el peso de la prueba de la castidad y el sometimiento al marido, las que deben mostrar que su único destino y misión en la vida es el cuidado del cónyuge y la progenie. Un cónyuge y una progenie (sobre todo si esta es masculina) que sí adaptan sus vestimentas al estilo y la moda occidentales. No entiendo cómo miramos hacia otra parte sin denunciar tamaño desprecio a los derechos de seres humanos escudándonos en el origen religioso y cultural del hecho. La religión y la cultura solo dictan normas al parecer contra las mujeres. Algunos, incluso muchas de ellas mismas, me dirán que la preposición es para, pero yo digo que es contra. Contra ellas, siempre contra ellas. Contra ellas mucho más que contra ellos. Y esto seguirá así mientras no eduquemos verdaderamente a nuestros hijos; mientras que ellos, y sobre todo ellas, no sean libremente conscientes de lo sojuzgante de la situación y no la rompan de una vez por todas.

martes, 19 de noviembre de 2013

Dignidad profesional (publicado en Granada Hoy, el martes 19 de noviembre de 2013)


Cuando empezábamos en los años ochenta, no éramos solo los jóvenes científicos quienes con romántica ilusión trabajábamos como burros sin preocuparnos (literalmente) por el dinero, también los que ya rayaban la madurez derrochaban horas de esfuerzo a cambio de sueldos miserables o casi simbólicos, de laboratorios sin equipamiento, de viajes en habitaciones miserables y compartidas, de carreras frustradas casi antes de empezar. Y nadie protestaba en voz alta. Éramos tan ingenuos que hasta nos sentíamos afortunados por ser felices con nuestro trabajo que nos absorbía, nos fascinaba y nos subyugaba, sin pensar que podíamos aspirar a algo más, a una compensación como cualquier otro trabajador. Estar uno o dos años de meritorio, cuando no más, sin percibir un solo duro, era común y aceptado casi con gusto por haber sido uno de los pocos elegidos que podían dedicarse a lo que todos, al entrar en la facultad, soñábamos: a la investigación. Aún recuerdo mi estupor cuando recién llegado a París para trabajar en mi tesis me entero de que iba a haber una huelga científica, con su manifestación y todo, por las calles de la capital. Allí los científicos, además de serlo, además de ser felices ejerciendo una profesión que amaban, ¡se comportaban como trabajadores que defendían sus derechos! ¡Qué avance, qué ejemplo! Aquí permanecíamos con las bocas calladas, no fuera a ser que se nos cortara la posibilidad de trabajar casi gratis. Y de aquellos polvos vienen estos lodos: muchas de las conquistas que los trabajadores alcanzaron durante los ochenta y los noventa del siglo pasado no han empezado sino a atisbarse en el último decenio para los científicos. Además, hemos tenido tan poco peso gremial que hemos sido moneda de cambio —a veces sin casi curso legal— entre ministerios. Da la impresión de que, con honrosas excepciones brevísimas, los sucesivos gobiernos nos mantienen porque se supone que deben tenernos, pero sin una conciencia clara de qué supone la ciencia para un país que aspira a ser desarrollado, sin siquiera sospechar lo que hace tiempo se conoce por ahí fuera: que cada euro que se invierte en ciencia se convierte en varios a medio plazo, pero no como quieren ahora —en una mezcla de desfachatez e ignorancia— que solo se financie la investigación aplicada de producto rápido. Afortunadamente ya no nos callamos. También aquí nos manifestamos y luchamos por sentirnos profesionales dignos. Felices con nuestra tarea pero suficientemente remunerados y con los medios necesarios para progresar. 

martes, 5 de noviembre de 2013

La cosa económica (publicado en Granada Hoy el martes, 5 de noviembre de 2013)

Cuentan que, ya bien avanzada la dictadura, el general Franco preguntó a los americanos (digo yo que no sería él personalmente, pero da lo mismo) qué hacer para avivar la maltrecha economía española. El mismo bulo relata que la respuesta fue sencilla y clara: haz más ricos a los ricos —inyecta dinero a catalanes y vascos— y más pobres a los pobres —posterga a los sureños que ya están acostumbrados—. Y le salió bien. España, eso sí, mucho más y más rápido unos que otros, fue creciendo en indicadores económicos. No sé si esas reglas elementales de rancio y oprobioso arraigo son las que conducen a nuestro ínclito ministro de hacienda a anunciar el comienzo de la salida del túnel tras constatar la subida de la bolsa (dichosos los inversores) y el obsceno incremento de ganancias de nuestros mezquinos y rácanos banqueros y demás alta casta empresarial, mientras que las cifras de desempleo se mantienen (bien gordas, se entiende). Pero parece que Dios los cría y ellos se juntan (bueno, don Mariano fecit). Porque su compañero de economía también parece estar dispuesto a dejar perlas para la posteridad. Después de casi dos años de legislatura, después de que su única mención a una parte de su cartera, la ciencia, haya sido para desprestigiar veladamente las ciencias básicas diciendo que la única merecedora de inversión es la aplicada (la que produce resultados rápidos tangibles), después de diez meses de retraso en la convocatoria del plan de investigación de 2013, se descuelga ahora diciendo que van a evaluar el sistema y a los propios investigadores. ¡Es inaudito! Resulta que tras media legislatura no nos han evaluado todavía. ¡Pero es que deberían haberlo hecho antes de entrar en el gobierno si hubieran sido una oposición responsable y consciente de la importancia de la ciencia! Todavía no saben quiénes somos, qué hacemos, ni cómo lo hacemos. ¿O es que pretenden estimular nuestro rendimiento intimidándonos con el aviso de una evaluación? Señor ministro, los científicos estamos acostumbrados a las evaluaciones. De hecho, no hacemos otra cosa que someternos a ellas. No nos dan miedo. Háganla, pero, a lo mejor, deberíamos evaluarlos a Vds. ¿Qué excelencia puede Vd. exigirnos cuando sus cartas credenciales para llegar a tan alta posición fueron participar como directivo en la quiebra de Lehman Brothers?


No sé qué tiene la cosa económica. Nos han escogido a dos mentes preclaras, dignas de las más altas cotas de la memoria de la oratoria y de la visión política. Suerte para ellos. Infortunio para los ciudadanos.

martes, 22 de octubre de 2013

No inventen (publicado en Granada Hoy el martes, 22 de octubre de 2013)


No tengo perdón. Soy un científico que goza de la oportunidad singular de poder expresarse libremente cada quince días en este diario, literalmente acerca de lo que quiera, y no he dicho una palabra hasta ahora de la situación de la ciencia. No he abierto la boca para protestar, para quejarme, para denunciar el estado de postración, desasosiego y casi asfixia en que nos tienen. Y no se trata de un hecho coyuntural. Ahora estamos al borde del colapso, pero nos paseamos desde siempre al filo de la navaja. Hacer ciencia en España es algo tan difícil y tan poco apreciado que no sé cómo logramos los éxitos que, en algunas disciplinas, para asombro de propios y extraños, se consiguen. Tenemos unos políticos tan de medio pelo que se empeñan repetidamente, cada vez que llegan al poder, en ser ellos los que inventen. Nuevo partido, nuevo plan de investigación, aunque el de antes sirviera más o menos bien. Y claro, los inventos (a veces más que los científicos) llevan tiempo y consiguientemente retrasos. 


Claro que si, como ocurre este año, dicho retraso supone un recorte añadido a los ya anunciados en los presupuestos generales, ¡bienvenido sea! ¿No, don Mariano? Perdone que me dirija a Vd., pero como nos ha dejado hasta sin ministro... Porque no me dirá Vd. que al Sr. de Guindos le importamos un ardite. ¿Cómo si no se puede comprender que llevemos más diez meses de retraso en las convocatorias del plan de investigación? ¿No se dan cuenta de que el recorte es tan pírrico que apenas llega a dos partes en diez mil de los presupuestos generales? Y si no es para recortar, ¿para qué lo hacen? ¿Para cambiarle el nombre, eso sí, y que pase a ser "estatal" y no "nacional" en esa concesión vergonzosa a la parla políticamente correcta que Vds., políticos, parecen no tener el coraje de parar? 

En 2014, varios miles de científicos y tecnólogos y varios cientos de proyectos se verán obligados a detenerse por la irresponsable actitud de su gobierno. Numerosos compromisos internacionales van a ser detenidos y nos tocará a nosotros, vergonzantes, dar la cara por ustedes. Pero ese efecto será mucho más devastador porque las consecuencias, en ciencia, se comprueban a medio y largo plazo. Cesen de inventar, por favor. Déjennos ese trabajo a nosotros, pero permítannos trabajar. En ciencia, como en tantos otros asuntos, la política no necesita depender de cuestiones ideológicas. Pacten Vds. de una vez por todas e inviertan el dinero necesario. Seamos prácticos en nuestro país, aunque sea por casualidad.

lunes, 7 de octubre de 2013

Vatios y berzas (publicado en Granada Hoy el martes, 8 de octubre de 2013)

Mi profesor de mates y física en COU gastaba bromas recurrentes. Las tenía distintas para cada tipo de ocasión. Cuando alguien daba muestras de falta de fundamentos elementales le preguntaba: «¿Vd. dónde ha estudiado la primaria?» Si el chaval le contestaba «Aquí, en el colegio», entonces él respondía: «Bien, pues baje a administración y dígales que le devuelvan el dinero porque lo han estafado. ¡Vd. no tiene ni idea!» Esa misma conversación me gustaría tenerla con más de un periodista. 

Me gustaría preguntarles a la cara cuál es la razón para escribir con tantos bocados al diccionario. Pero claro, existen voces mucho más autorizadas que yo que ya se preocupan y lo denuncian. Precisamente, esos mismos denunciantes reniegan del deterioro en la formación en humanidades sin percatarse de otro mal mucho más profundo, mucho más endémico, mucho más enraizado desde siempre entre nosotros: el divorcio olímpico entre lo que se entiende por cultura general y el elemental conocimiento de ciencia básica. No hace falta saber qué es la energía o las mitocondrias para ser “culto” y, como no hace falta, ni siquiera despierta la inquietud de rebuscar en los libros de primaria. Continuamente me encuentro con ejemplos pero este último en El País fue vergonzoso. El artículo en cuestión versaba sobre el coste de la electricidad en Alemania. A nuestro ilustrado reportero no se le ocurrió decir sino que un ciudadano alemán debía pagar no sé cuantísimos euros al año por tener contratados «3500 kilovatios/hora». Pero vamos a ver, alma de cántaro, ¿no sabes que el kilovatio es una unidad de potencia? ¿No te das cuenta de que kilovatio/hora es energía por unidad de tiempo al cuadrado? ¿Es que ni tú ni tus correctores sabéis siquiera que aunque lo que contratamos con las compañías eléctricas es potencia, lo que les pagamos —como no podía ser de otra manera— es la energía que consumimos? ¿Es que os estafaron tanto en la escuela que no sabéis que habría que haber hablado de kilovatios · hora; sí, por hora, pero no partido por hora? ¿Cómo se pueden cometer tantos errores de concepto, cómo se puede acumular tanta ignorancia en tres palabras; bueno, en un número y dos palabras? No me digas que es una errata porque no cuela.


Mi buen amigo Basilio tiene una espléndida expresión para estas ocasiones. Debe ser cántabra porque él es de allí: ¡les canta una berza! Bueno, yo no sé si a este ínclito guardián de la cultura general le canta o no; lo que sí me parece es que no confunde churras con merinas sino vatios con berzas.

martes, 24 de septiembre de 2013

Viajeros (publicado en Granada Hoy el martes, 23 de septiembre de 2013)


Para un viajero inveterado, impenitente como yo, abordar un avión a través de la pasarela o ingresar en un tren ascendiendo sus dos o tres escalones son actos casi mecánicos para los que no se precisa mayor atención que la auditiva a fin de ser conscientes del momento en que se han de llevar a cabo. Apenas una mirada aquí y allá para encontrar el asiento, un pequeño gesto al mostrar la identificación o el billete y poco más. Uno entra, se sienta y, salvo que vaya acompañado por otro ser humano, utiliza su acompañante material —un libro, un periódico, un reproductor de música un ordenador para trabajar o un compendio de esas cosas y otras muchas, un iPad o tableta semejante— para sumergirse literalmente en una burbuja de independencia a veces rayana en la soledad. Así el viaje, no importa cuán largo sea, se convierte en un ejercicio de ensimismamiento que, si bien puede ser enriquecedor por la lectura o la música, o productivo por el empleo laboral del tiempo, pierde aquella condición social tan maravillosa de no hace tanto tiempo atrás. Aún recuerdo aquellos viajes estudiantiles (casi siete horas de autobús) en los que, invariablemente, conocías gente y hacías amigos. Tu compañero o compañera de asiento, por supuesto, pero a veces el bullicio era tal (todos los estudiantes viajábamos en las mismas fechas) que el autobús más parecía de servicio discrecional que de línea regular. Pero el hecho social no se ceñía al entonces humilde medio de transporte ni a la juventud de los viajeros. Incluso en el avión, casi prohibitivo económicamente en aquella época, uno encontraba personas de todas las edades dispuestas a compartir el viaje. Se hablaba de todo, del trabajo, de los estudios, de la familia, de los amigos, de literatura, de música, de cualquier cosa. Nada parece quedar hoy en día de aquellas entrañables costumbres. A veces uno percibe hasta molestia si osa interpelar a su compañero de asiento: una apertura momentánea de las valvas de una ostra que se cierran automáticamente unos pocos segundos después. Por eso me ha regocijado la historia de mi hija: hace un par de semanas coincidió en la estación con otro pasajero que casi la triplicaba en edad, pero con el que supo trabar una conversación agradabilísima sobre los planes de este para un viaje formidable que estaba a punto de comenzar. Hoy, su pequeña historia ha pasado a formar parte de nuestro anecdotario familiar con el que mínimamente, casi por sorpresa, simplemente porque dos seres humanos coincidieron en una estación de tren, se ha establecido un vínculo entre nosotros.

viernes, 13 de septiembre de 2013

Lugares (publicado en Granada Hoy el martes, 10 de septiembre de 2013)


Hay lugares que merecen un monumento. Bueno, hay lugares que son monumentos en sí mismos. Tener la oportunidad de presenciarlos, de vivirlos, de sentirlos es uno de los grandes privilegios que tenemos los seres humanos. Y no hay que irse muy lejos. Mi ciudad, Granada, está llena de ellos y es ella toda un privilegio y un bien a conservar, aunque algunos vecinos se empeñen en no enterarse y actuar en consecuencia. No me canso de recomendar rincones a los colegas tanto españoles como extranjeros que me visitan. Tiene la que probablemente sea la calle más bonita del mundo, el Paseo de los Tristes, y uno de los atardeceres más bellos, el que se contempla desde el Mirador de San Nicolás. Sin embargo, cuando Bill Clinton lo puso de moda entre sus compatriotas, probablemente no había visto otro aún mejor: el que se disfruta a través del espacio escénico del teatro municipal La Chumbera, en el Sacromonte. Los inefables ocres y rojos de la Alhambra refulgen ante el público que probablemente se dispone expectante, ansioso, emocionado, a disfrutar de un espectáculo flamenco. Pocos crepúsculos pueden parangonarse con ese.

Pero si espectacular es la caída del sol, ¿qué me dicen ustedes de su salida? También yo puedo presumir de haber presenciado amaneceres de primera. Los que como yo hemos tenido la fortuna de despertar en la costa de poniente del Mar Menor, esa laguna salada de espectacular belleza y de no menos espectacular peligro de extinción medioambiental, solo nosotros hemos sido ungidos por los dioses para contemplar un espectacular espejo plateado (el agua hay días que se muestra excepcionalmente calma) al fondo del cual se eleva majestuoso el astro dorado recortándose a través de los edificios de La Manga y de la montaña de la isla del Barón. Créanme que si, además, la visión se efectúa desde los humedales donde habitan temporalmente los flamencos (de nuevo el flamenco) y otras zancudas, el espectáculo es indescriptible. Pero yo, además, durante unos cuantos veranos he tenido una oportunidad única. La ventana de mi dormitorio, perfectamente orientada a levante, dejaba entrar hilos de luz a través de las pequeñas rendijas de una persiana convencional casi cerrada. La magia obraba en ese momento y la habitación se convertía mañana tras mañana en una gran cámara oscura que proyectaba la imagen (invertida) del Mar Menor en las puertas de mi armario. ¡Lo primero que contemplaban mis ojos al despertar era una postal! Hay lugares que son monumentos y esperan a que nosotros los convirtamos en tales presenciándolos, viviéndolos, sintiéndolos y contándolos.

martes, 27 de agosto de 2013

El lado equivocado (publicado en Granada Hoy el martes, 27 de agosto de 2013)


Hace dos semanas comentaba aquí casos extremos de influencia religiosa nociva en nuestras sociedades. Pero hay otras situaciones menos evidentes, más sutiles, e incluso más cercanas a nosotros que igualmente tienen su origen en la influencia religiosa. Es el caso de muchos de nuestros comportamientos sociales, de nuestra idiosincrasia e identidad a veces calificadas de latinas y que yo, sin embargo, identificaría más como herencia religiosa. El siglo XVI fue clave en la historia del mundo occidental y se podía caer en uno u otro lado de la contienda. A nosotros, desafortunadamente, nos tocó el equivocado en vez del triunfador. Con todo un imperio y unas riquezas sin parangón en la historia de la humanidad, nuestros mentecatos monarcas optaron por subrogarse a los intereses del Vaticano y con ellos a toda la cultura de haz-lo-que-sea-que-siempre-hay-momento-para-el-arrepentimiento-y-el-perdón-finales. Se puede triunfar siendo un vago. Es más, si se cometen desmanes, un buen acto de contricción en el momento adecuado lo arregla todo en un plisplás. He aquí una de nuestras máximas culturales nacionales: el más listo es el que gana más dinero con el mínimo esfuerzo. En el otro lado, en el de la Reforma, el interés por separar lo divino de lo terreno condujo a la comprensión de que solo el esfuerzo te dirige al triunfo. Es verdad que en ese lado a menudo se confunden éxito con mérito a veces injustificadamente, pero también es verdad que les hace aplicar medidas sensatas para labrar el futuro. Ante la necesidad de recortar por la crisis, unos —los de este lado y con tristeza he de reconocer que independientemente del color político— concluyen que todo lo que no produce un beneficio directo e inmediato (no se sabe si a todos o a unos pocos), como la educación, la salud y la investigación científica merece la fortuna de ser sacrificado en aras de la mejora económica. En el otro lado ya se dieron cuenta hace mucho del ingente esfuerzo y tiempo que hay que dedicar a esos tres pilares básicos de la sociedad para que se pueda labrar un futuro sin lastres y sin taras y deciden no ya recortar como en otras partidas sino incrementar los presupuestos. Véanse los casos de Alemania y Estados Unidos. Esa postura tan nuestra no es sino una concesión a la pereza intelectual que impide a nuestros gobernantes comprender lo mezquino y lo parcial de sus medidas fáciles. La prosperidad no se alcanza trincando sino trabajando. Espero que si en algún momento se dan cuenta de su error y se arrepienten no encuentren fácil el cristiano perdón.

martes, 13 de agosto de 2013

Ojo avizor (publicado en Granada Hoy, el martes 13 de agosto de 2013)

Nos duela más o menos a algunos, es innegable que las sociedades reciben una impronta demasiado grande, yo diría que determinante en muchos aspectos, de la religión. Tanto es así que aún hoy en día hay zonas del mundo que no han superado la Edad Media. ¿Cómo es posible que se admita como democrática una constitución que establece la igualdad entre hombres y mujeres salvo en aquellos casos en los que se conculque la ley coránica? ¿Qué ley coránica? ¿La que interpretan los iluminados imanes, únicos con la razón suficiente para comprender los textos? El común de los mortales no puede entenderlos en toda su extensión y, por tanto, es hasta recomendable que no los lea. Así se le pueden contar adecuadamente. (Eso me recuerda mi infancia y adolescencia en la que crecíamos, sin ir más lejos, con el mito de Job como el paradigma de la paciencia. Sin embargo, si alguien se lee detenidamente el Libro de Job, comprueba cómo sus reacciones ante un Yahveh insidioso, cruel y caprichosamente despiadado son las normales: las de la queja, la rabia y casi la blasfemia porque este señor era humano). Pero es más, para deshonra y vergüenza de occidente, se confunde tolerancia con modernidad y se permiten tales prácticas medievales en medio de nuestras calles. Que una mujer no solo acepte sino que desee llevar un burka, o incluso un simple pañuelo sobre su cabello, como muestra de su modestia, castidad y sumisión al varón debería ser motivo de bochorno colectivo y erradicado de nuestra vida diaria, de la misma forma que fue erradicada la esclavitud: no olvidemos que había esclavos —y sobre todo esclavas— que adoraban a sus amos. Por eso admiro los valores republicanos franceses que, simplemente, han prohibido semejantes manifestaciones en lugares públicos. Que los países supuestamente democráticos toleren en otros la aparición y juego en las urnas de partidos semi o totalmente religiosos simplemente mirando hacia otro lado no deja de ser una muestra hipócrita de que lo que de verdad interesa a los políticos: el equilibrio de fuerzas necesario para mantener el statu quo inclinando siempre la balanza a los intereses de quienes los mantienen en el poder. Si algo ha supuesto el alcance paulatino de la modernidad en occidente, siempre lento pero progresivo, es en desprendernos del poder terrenal del clero, en la separación de lo divino y lo humano. Pero aún queda mucho por recorrer y muchos son los intentos de involución. El otro día, por ejemplo, el obispo de Sant Feliú de Llobregat decía que los fetos no son posesión de sus madres. Estemos atentos.

lunes, 29 de julio de 2013

Bonhomía (publicado en Granada Hoy el martes, 30 de julio de 2013)

Hay palabras que casi resultan trasnochadas antes de hacerse dueñas de la escena de nuestros comentarios y conversaciones. Que nos abandonan sin apenas hacerse notar, con esa humildad ya tan en desuso por los propios hablantes. Tanto es así que, a veces, hay que enseñárselas al diccionario del ordenador —el cual puede ser más extenso que el del común de los mortales—. Eso me ha ocurrido a mí ahora mismo con el título de este artículo: bonhomía. Siempre me ha gustado esta palabra. Por su sonoridad, pero también y sobre todo por su significado. Esas afabilidad, sencillez, bondad y honradez en el carácter y en el comportamiento con que el diccionario describe bonhomía. Me ha gustado siempre por la escasez de las personas a quienes atribuirla y porque siempre he pensado que la mejor manera de definir a mi padre era destacar su hombría de bien. Pero  este artículo de hoy no va dedicado a mi padre. 


Si es difícil encontrar personas afables, sencillas y humildes en la vida diaria, las dificultades aumentan en un mundo tan competitivo como el científico en el que —siempre lo he manifestado con claridad— la mayor motivación es la vanidad. Sentir que uno ha entendido algo antes que el resto de la humanidad y además es reconocido por ello alimenta los voraces egos de los científicos a falta de recompensas crematísticas. Y eso es así durante toda la vida profesional, a pesar de que, como en otros ámbitos, el periodo culminante de la carrera científica se sitúa estadísticamente alrededor de los cuarenta y cinco años. Después de ese momento, la actividad se diversifica y la lucidez inspirada se emplea también en conducir a otros más que en crecer uno mismo. Por eso es tan difícil encontrar a alguien, como el amigo a quien dedico estas letras, que más allá de los cincuenta (y él de los sesenta) haya continuado aumentado su estatura científica de la forma que él lo ha hecho. Y lo que es aún más admirable: se ha ido haciendo una autoridad de talla mundial con el paso continuado de los años, con la blanca repoblación de su cabello y su barba, a la vez que su sonrisa franca, su mirada limpia, su gesto afectuoso, su palabra amable y su conversación exenta de rencores y de críticas nos han recompensado a todos aquellos quienes tenemos la suerte y el orgullo de ser sus compañeros y, además, sus amigos. No voy a decir tu apellido, José Antonio, porque tu propia bonhomía te haría ruborizar, pero todos los que me conocen, los que nos conocen, saben desde el principio a quién me estaba refiriendo.

miércoles, 17 de julio de 2013

Gente guapa (publicado en Granada Hoy el martes, 16 de julio de 2013)

Hemos crecido con un montón de mitos culturales en los que la belleza, de raíces siempre helenas, a menudo se relacionaba con su origen divino. Historias en las que Zeus yacía con otra diosa para el nacimiento de Afrodita, con la hija de unos titanes para procrear a Apolo, con una reina mortal para traer al mundo a Hércules, o incluso adoptaba formas animales para seducir la hermosura de mortales como Leda o Europa. El dios judeocristiano no era tan promiscuo como el griego pero en él, sin embargo, hemos de encontrar también el origen de toda belleza puesto que hizo al hombre a su imagen y semejanza (su parte más bella debían de ser sus costillas...). El caso es que por los dioses y sin ellos, la especie humana deambula —entre otros— por el derrotero que proporcionan los cánones de apariencia externa. El color de la piel o del cabello, la forma de la cara, la altura o la esbeltez del talle, unos ojos zarcos, glaucos o luminosamente negros, la blancura de unos dientes tras la carnosidad de los labios, la tersura de unos pechos o la rotundidad viril de unos hombros son, entre muchos, parámetros con los que cotidianamente juzgamos a nuestros congéneres en un acto de entrega plenamente sensorial a nuestra naturaleza. Pero, además, no solo deseamos ser guapos sino parecerlo y nos envolvemos (o deliberadamente no) en ropas y afeites que disimulen y realcen lo que de natural poseemos.


Ha sido mi cuarta visita a Suecia y he vuelto a constatarlo. En ninguna otra parte he visto semejante concentración de personas excepcionalmente bellas como allí. Es verdaderamente impresionante. Por supuesto que hay gente normal e incluso fea —a mi juicio, claro está—. Es la densidad de mujeres extraordinariamente guapas y elegantes (y hombres también, he de reconocerlo) por cada cien mil habitantes la que es destacadísima en ese rincón del globo. Mi estupefacción fue mayúscula la primera vez, pero no ha cesado en las otras tres visitas. A veces me ha hecho sonreír pensando que el paradigma del despertar sexual español de los sesenta y setenta, “las suecas”, no sólo tenía que ver con la apertura cultural y de costumbres que nos venía de países menos dependientes de la caspa y la carcundia, sino que se debía también en parte a la fisonomía singular de las escandinavas. Créanme que si las españolas hubieran tenido las mismas oportunidades que los españolitos de la época, los suecos habrían compartido el mito. Ambos venían del país de la gente guapa. Si creyera en dioses, diría que Odín se esmeró especialmente.

martes, 2 de julio de 2013

Viajes (publicado en Granada Hoy, el martes, 2 de julio de 2013)

Una de las principales recompensas —extrínsecas a la investigación— que me ha otorgado mi trabajo científico ha sido, sin duda, la oportunidad de viajar por casi todo el mundo. El beneficio que uno obtiene de los viajes siempre supera las molestias y cansancios. Las tierras que observa, las formas de vida que aprende, las obras de arte que atestigua, la fisonomía de las gentes ensanchan el horizonte vital y nos ayudan a vivir constatando el hecho casi mágico de miles, de cientos de miles, de millones de vidas paralelas a la nuestra. ¿Se ha parado Vd. a pensar que mientras que está leyendo esta columna el resto de los habitantes del planeta están realizando alguna otra función que Vd. mismo desempeñará en breve, o lo afortunado que es por no tener nunca que llevarla a cabo? Vidas que caminan por senderos en apariencia distintos pero que guardan con los nuestros paralelismos inexcusables. Vidas tan libres o tan cautivas, tan gozosas o a veces tan tristes, tan afortunadas o no dependiendo de los ámbitos geográficos, económicos o políticos. Con idiosincrasias tan diversas que uno aprecia acaso más proximidades culturales en el Extremo Oriente que en la propia Europa. 


El embeleso por los nuevos paisajes, la sorpresa por las viejas (o nuevas) urbanizaciones, la benignidad o inclemencias del tiempo, la forma de reírse de las gentes, sus fórmulas de cortesía, los prejuicios comunes a cada sociedad, las maneras de comportarse en público, la sonoridad del lenguaje —alguna tan próxima, otras tan lejanas—, todos y otros muchos más son elementos enriquecedores que solo los viajeros pueden apreciar. Siempre me ha gustado decir que viajar es la mejor vacuna contra el ombliguismo, contra la estrechez de miras que nos conduce a pensar que vivimos en el paraíso. Como aquí no se vive en ningún sitio. Pues no, oiga, como aquí y mejor que aquí se vive en muchísimos sitios y la pena es que no podamos disfrutarlos todos. Porque, además, los juicios son relativos. Lo que es mejor para mí ahora, puede no serlo para Vd. mañana. Viajar nos previene de pensar que somos distintos porque hablamos diferente o comemos distintos alimentos o poseemos más variadas tecnologías. Nos hace ver que, en realidad, esos argumentos pueblerinos con que demagógicamente nos asedian de cuando en cuando los políticos, solo obedecen a razones de poder y, por tanto, económicas. Y es que son esas diferencias las que nos hacen ser iguales sin ser los mismos. Por eso, justamente porque he vuelto a ver diferencias en mi último viaje, porque he visto diferencias y también similitudes es por lo que he decidido escribir esta columna. 

lunes, 17 de junio de 2013

Preguntas de un ignorante (publicado en Granada Hoy el 18 de junio de 2013)

Vaya por delante que mis conocimientos de economía me sitúan en esa vasta categoría de ignorantes que, sin embargo, sufren lo que los grandes conocedores, los grandes gurús, los insignes políticos tienen a bien. Vaya por delante que lo que aquí planteo no es fruto de un sesudo estudio académico y que, por tanto, me someto audazmente a la crítica de esos talentosos intelectuales que controlan la economía mundial. Sin embargo, mi afeitado e higiene diarios se ven invariablemente alterados por las noticias hasta el punto de llegar al riesgo del corte facial o de la conjuntivitis causada por el champú. Me asaltan preguntas que les transmito, amigos lectores, por si alguno tiene a bien respondérmelas y, con ello, alfabetizar económicamente a este pobre diablo que les escribe. 


¿Por qué el PIB de los países debe crecer sin pausa? ¿Qué desastres son previsibles si el crecimiento es nulo o, por un tiempo, levemente negativo? ¿Por qué la escala de medida es el año y no el lustro, por ejemplo? A lo mejor las cifras dejaban de ser tan alarmantes si se las promediara en periodos más largos. ¿Por qué se consideran derroches las inversiones en pensiones, educación y sanidad públicas —y por tanto carne de recortes— y no los dispendios en la proliferación cancerosa de políticos que, con desfachatez, se suben los sueldos? ¿Por qué las mismas evaluaciones numéricas que inducen a nuestros talentos preclaros a la tijera indiscriminada, tras la evidencia del fracaso de sus políticas, no los inclinan a un poco menos de corte y un poco más de confección?¿Por qué les permitimos que nos vendan como ciencia unas predicciones que más bien parecen resultados de estudiantes que desconocen —o menosprecian deliberadamente— variables tan importantes como las usadas? ¿Por qué se atienden a unas interpretaciones de los datos y no a otras en un ejercicio de mínima honradez científica y política? ¿Por qué se permiten los paraísos fiscales, incluso en el seno de supuestos estados de derecho, y no se los prohíbe, aborrece o asfixia diplomáticamente según el caso? ¿Por qué hay libertad de movimiento de capitales cuando se cercena el mero asentamiento de las personas?¿Por qué el error de cálculo o exceso de confianza de un particular ha de pagarse con el desahucio y la continuidad de la deuda mientras que al banquero le permite retirarse con una pensión millonaria? Mucho me temo que preguntas como estas van a seguir amargando mi higiene matinal y con ella el día entero mientras que el objetivo supremo sea el dinero y este se consiga con más facilidad en los parqués bursátiles que mediante la producción de bienes que tiendan a aumentar el bienestar de las personas.

lunes, 3 de junio de 2013

Malaf... no, mala educación (publicado en Granada Hoy el 4 de junio de 2013)

Siempre he dicho que mi condición de granadino voluntario me capacitaba más que a los naturales de la plaza para ensalzar las muchas bellezas que alberga esta ciudad embrujada, de mil rincones encantadores, de maravillosas luces y de no menos espectaculares y singulares sombras, con unos edificios que dan para escribir libros de más de ocho siglos de historia del arte. Me acuerdo que cuando convencía a mi mujer para trasladarnos, evocaba esa idílica primera etapa granadina mía durante mi época de estudiante. Ella, con su siempre lúcida racionalidad, me prevenía de lo que podía no ser más que sublimación de recuerdos ya antiguos y por tanto limados de toda arista incómoda. He de decir que tanto ella como yo no cesamos de alegrarnos por nuestra decisión, después ya de quince años que vivimos en Granada. Sin embargo, hay algo de esta nueva etapa que no pude prever con la información de aquella primera: la malafollá. Mi ingenuidad adolescente de entonces la atribuía al mal gusto de algunos que “infundadamente” acusaban a los habitantes de esta maravillosa ciudad. (En aquellos tiempos sí sublimaba uno todo). 


Como tantas otras cosas, el pasar de los años te enseña que, como le leí una vez a Antonio Gala, “un tópico no es más que una verdad que se repite mucho”. Y así es, porque este tópico encierra mucho de verdad. Para los no iniciados en la vida granadina hay que decir que la malafollá representa un cierto esprit de vivre, un supuesto gracejo o sentido del humor especial de los naturales de esta vieja ciudad en el que se refleja un aire fatídico de la vida. Pero es que, escudados en ese pesimismo conformista granadino, numerosos lugareños llegan a mostrarse hoscos y zafios sin que uno llegue a entender por qué y, desde luego, sin que llegue a parecer gracioso o agradable. ¿Cómo es posible que en la cochera de mi casa, al encontrarme a un vecino, este no me responda a mi saludo previo? ¿Por qué uno debe ser el primero en saludar al entrar en un comercio para no ser correspondido después? ¿Por qué no se puede reprender a un conciudadano cuando deliberadamente tira desperdicios al suelo sin recibir una retahíla de improperios? ¿Por qué no se respetan los lugares públicos como hospitales y se utiliza el teléfono a voz en grito? Hay tantas preguntas como estas que uno, en fin, llega a sospechar que más que malafollá, aquí abunda la mala educación. ¿Es eso cierto? ¿Es figuración mía? Como granadino voluntario también me creo capacitado para solicitar encarecidamente la colaboración de mis convecinos a fin de despejar mis dudas y erradicar esta sospecha.

lunes, 20 de mayo de 2013

Coincidencias (publicado en Granada Hoy el 21 de mayo de 2013)


Me duele en el alma coincidir con los monárquicos como me duele coincidir con el clero, pero he de admitirlo. Ni reconozco el derecho a la familia real para contraer matrimonio con plebeyos, ni comprendo las quejas de los sindicatos cuando protestan por el despido de un profesor de religión divorciado. 

En el primer caso, me río cuando algunas mentes preclaras manifiestan lo arcaico que sería que los eslabones de la cadena sucesoria no pudieran casarse por amor. Niego la mayor: lo que es arcaico es la monarquía y su carácter hereditario. Pero una vez aceptada, la monarquía ha de someterse a unas reglas muy estrictas que destaquen su papel simbólico. Los miembros de la familia real no deben casarse con aficionados sino con profesionales que conozcan y tengan asumido perfectamente su papel, previa consulta parlamentaria, y en ningún caso se les puede consentir ejercer profesiones con ánimo de lucro. Si me apuran, optaría porque los cónyuges fueran adefesios y algo cortos de luces para evitar veleidades que los aparten de su ocupación de floreros institucionales. Príncipes e infantes han de ser funcionarios públicos con sueldo del estado y, al mismo tiempo que gozan de no pocas prebendas, han de sufrir limitaciones por su carácter singular. Y si no están de acuerdo, si acaso aspiran al ejercicio de la ciudadanía libre, ha de ser con todas sus consecuencias, esto es, previa renuncia a lo azulado de su sangre, caramba. 

El segundo caso me parece obvio: la expulsión resulta completamente coherente con la doctrina eclesiástica. ¿Cómo puede alguien enseñar religión católica si se ha divorciado o se ha sometido a un aborto? El mismo obispo que les proporciona el trabajo los remueve de su puesto, en perfecta coherencia con sus creencias. Lo que es inadmisible, y ahí no veo a los sindicatos protestando, es la gracia especial que le concede un estado supuestamente laico a la iglesia para que nombre a su antojo a señores, que no han pasado por prueba de suficiencia alguna, equiparándolos en derechos salariales y laborales a funcionarios que han tenido que superar una dura oposición. Lo que es irritante es que se modifiquen, y a veces hasta se cercenen, los currículos en no importa qué materias importantes, pero ni siquiera se discuta la presencia de la religión en la escuela cuando se la debería erradicar de la misma, tal y como se hace en países civilizados.* Así es que me resulta triste reconocerlo, pero coincido con monárquicos y con clérigos. Terribles coincidencias.

* Este artículo fue escrito antes de la aprobación de la ley Wert. RIP educación. Pobre país.

martes, 7 de mayo de 2013

Los colores del cristal (publicado en Granada Hoy el 7 de mayo de 2013)


Cuando pienso en la historia que nos enseñaban en los años sesenta y setenta, experimento un verdadero cóctel de sentimientos desde el sonrojo hasta la rabia. Sólo se destacaban las áreas menos comprometidas del pasado remoto o los episodios que hablaban de pasajes gloriosos que reforzaban una imagen tan monolítica como falsa de una España maniquea, unidad de destino en lo universal, en la que el lapso musulmán no era sino oprobio y la sacrosanta expulsión de moros y judíos había constituido uno de los mayores éxitos por los que sentirse orgullosos. Por supuesto, las dos etapas republicanas eran mencionadas como de pasada, como verdaderos interludios entre las actuaciones beatíficas de reyes que hoy sabemos absolutos, abyectos o necios. Pero es que además se nos vendía con impunidad que vivíamos en un reino (¡sin rey!) en el que todo gobierno provenía de la intervención divina directa. Y la geografía no podía ser menos. Enorme ahínco en la memorización de accidentes físicos y capitales de países, pero ningún atisbo de discusión relativo a diferencias políticas, no fuera que por estudiar los modos republicanos surgieran en las nuevas generaciones irreverentes instintos contra el orgullo monárquico. Hoy, sin embargo, se emplean dos cursos enteros en conocer que el pico más alto de Lanzarote se encuentra en el macizo de Famara a (nada menos que) 671 m mientras que se ignora por completo dónde se encuentran el Mont Blanc, el Kilimanjaro o el Everest; se dice que el río Ebro es un río catalán que nace en tierras extrañas; o se emplean dos semanas en aprender las líneas de autobuses urbanos de Valladolid. Así mismo, se contraponen ¡en páginas adyacentes y con imágenes del mismo tamaño! a Tanausú y a la reina Isabel I de Castilla cuando, además, no se ha oído hablar de Carlo Magno o Catalina la Grande. Es cierto que los contenidos han disminuido desde entonces, pero no la tendencia al adoctrinamiento con (distintos, eso sí) intereses políticos espurios. Seguimos tal como éramos. Luego, algunos claman contra la educación para la ciudadanía, como si aprender los valores democráticos constitucionales, los derechos individuales y civiles, la igualdad entre sexos, o los comportamientos de mínimo respeto en público fueran verdaderos atentados contra la libertad individual. Por favor, no nos tomen el pelo. Enseñen a nuestros hijos a ser críticos, a juzgar por sí mismos, a no creer en supercherías y a entender que, excepto en ciencia —y a veces también en ella—, “todo depende del cristal con que se mira”.

lunes, 22 de abril de 2013

Educación (publicado en Granada Hoy el 23 de abril de 2013)


De tanto en tanto aparecen lamentos en la prensa acerca de la situación de la educación en nuestro país. No quiero decir la totalidad, pero sí la inmensa mayoría de ellos son un alegato en favor de las llamadas humanidades supuestamente maltratadas en favor de las ciencias y las matemáticas merced a una supuesta visión utilitarista y tecnocrática imperante en nuestra sociedad. Tras admitir la certeza del diagnóstico —el maltrato curricular de esas disciplinas— discrepo absolutamente de la explicación de su origen —el fortalecimiento de las ciencias—. El aprendizaje de las ciencias ha sufrido el mismo menoscabo en el decurso de las múltiples invenciones del modelo educativo que ha experimentado nuestro país que, en realidad, ha sido entregado a una visión igualitarista ignorante. Han tratado a las sucesivas generaciones como si fueran cada vez más necias, confundiendo igualdad de oportunidades (exigible) con igualdad de capacidades (inexistente). Quiero decir además que las humanidades no tienen la exclusividad de lo relacionado con el espíritu y lo supuestamente más elevado en el ser humano. La ciencia y la tecnología tienen un origen tan elevado y espiritual como aquéllas y, además, no están hechas por extraterrestres sino por seres humanos con las mismas capacidades, las mismas carencias, las mismas aspiraciones y los mismos deseos que los de los humanistas. Conviene además recordar a esos ilustrados columnistas que técnica y tecnología son parientes etimológicas en primer grado de las artes. La mera contraposición de los dos conjuntos de disciplinas es, sin duda, miope y cortoplacista, amén de promotora de una ruptura necia de lo que debe ser único: la cultura. Lejos de verse excluyentes las unas de las otras más bien habría que verlas complementarias: aún recuerdo cómo el latín me ayudaba no sólo a comprender la sintaxis castellana, sino que servía como eje de mi estructura racional científica; cada día compruebo cómo ese espíritu racional, heredado de la matemática y la física, me sostiene intelectualmente tanto para entender una obra literaria como para desmantelar las falacias con que me inundan a diario políticos y periodistas. Igual que ya no se estudia el latín, resulta difícil encontrar alguien que entienda la relación estrecha entre el teorema de Pitágoras y el fundamental de la trigonometría. Créanme que si estos columnistas siquiera sospecharan esta última relación y su utilidad para entender el mundo que nos rodea, expresarían un pesar y una nostalgia aún más devastadores.

martes, 9 de abril de 2013

Madurez (publicado en Granada Hoy el 9 de abril de 2013)

Hace veinte o treinta años me irritaba oír que una buena novela era casi invariablemente una obra de madurez y que cuando un escritor joven conseguía una obra maestra no era sino una muestra de inusual comprensión del mundo. No lo entendía; me negaba a aceptarlo con ese atrevimiento tan ingenuo pero tan feroz que te ofrecen los pocos años y las muchas ambiciones, el idealismo militante y la autosuficiencia soberbia.  Yo me creía capaz, nos creía a los de mi edad, de cualquier empeño y de cualquier hazaña y, por supuesto, de comprender la vida en toda su dimensión. Desde entonces ya ha llovido mucho y se aprende poco a poco, casi imperceptiblemente, que hay mucho de verdad, mucho de estadística en aquellas aseveraciones. El paso del tiempo te enseña que, en paralelo al deterioro físico, ése que duele tanto y por el que tantos pierden a veces hasta la sensatez, se va consolidando un aumento paulatino de la sabiduría, del conocimiento del mundo, del entorno, de las personas, de la sociedad. Jamás me he sentido tan plenamente dueño de mí mismo, ni tan capaz de seguir adueñándome de mis propias circunstancias, como en los últimos años. Soy yo. Sé quien soy. Sé qué quiero y a quién quiero. Y sé que aún puedo saber muchas más cosas. Conforme pasan los años voy entendiendo cada vez más la importancia de las relaciones en el seno de la familia, de los amigos, las profesionales, las interculturales, las grandes generosidades, las pequeñas mezquindades, la excepcionalidad de la brillantez, la brillantez de la normalidad. A la vez que voy comprendiendo la seducción del poder y el poder de la seducción como nunca los había aprehendido, progresan otros conocimientos en materia sensorial y estética que innegablemente enriquecen mi vida: nunca había sido capaz de definir los sabores, los olores y el tacto como he ido aprendiendo a hacer gracias a ese elixir de madurez que es el vino y a los placeres de la buena mesa; cada vez soy más capaz de estremecerme ante la belleza de un buen libro, una buena ópera, un hallazgo científico. La vida en pareja se hace más fácil y a la vez más compleja, a veces irritante y a veces plena de sentido y fertilidad. Las conversaciones con los amigos son más ricas, se multiplican los silencios y los entendidos en una urdimbre, que si no goza de la fortaleza abrasadora de la amistad adolescente, sí puede ser más útil para la comprensión del mundo y quizá tan duradera. Con absoluta certeza sé que no escribiré una gran novela, pero ahora estaría mucho más cerca de hacerlo que entonces.

martes, 26 de marzo de 2013

Tierra y hombres (publicado en Granada Hoy el 26 de marzo de 2013)


Me debo estar volviendo viejo. Nunca antes me habían resultado tan evocadores los paisajes. Pero ayer me sucedió como aquél otro día de hace un par de meses en Arizona. Las cosas habían cambiado radicalmente y, sin embargo, la sensación placentera de estar contemplando una tierra con ojos distintos, nuevos, esclarecedores de una esencia (o al menos eso me creo) me inundó de nuevo. Ayer no me llevaban; era yo quien conducía. Ayer no iba solo. Veía y hablaba y disfrutaba la perspectiva con ella. Como tantas otras veces en los últimos veintiocho años. Y compartíamos puntos de vista y discutíamos con la misma vehemencia con que solemos hacerlo. De tantas cosas, de tanta gente. Tanta vida. Y a la vez, casi sin percatarnos, la escena se iba haciendo dueña de nosotros. Nos penetraba. Iba dejando una huella indeleble. La insolente rectitud de aquel entonces se tornaba en la sinuosa voluptuosidad de una bella carretera con curvas. La calma planitud del desierto se cambiaba por el ondulante vaivén de la campiña cordobesa y jienense, por esa bella sucesión de colinas redondeadas cuya superficie lisa y elipsoidal recuerda una interposición de caderas femeninas de piel tersa y fragante que se recuestan de costado en una tierra aún más honda, más profunda, que apenas podíamos distinguir porque se podría decir que la sobrevolábamos. Volvíamos de la tierra y a la tierra y a través de ella a la razón materna de todo. Y nos envolvían los colores verdes de los prados que se dirían vello aterciopelado de aquellas caderas y los marrones descarnados dispuestos a que la vida despierte en ellos. Pero era imposible perder la atención de esas otras colinas peinadas con pulcritud milimétrica, moteadas con precisión ortogonal por el verdadero icono de esta tierra y estas gentes, ese olivo legendario cuyo humilde achaparramiento es fuente de ese oro líquido con el que nos habíamos deleitado a la hora del desayuno. Cuando uno contempla la orgullosa altivez de esas colinas comprende inmediatamente la otra altivez (que diría el poeta), la de esos hombres y mujeres que las han hecho posibles y que año tras año se empeñan y se afanan en extraer el producto de esa madre voluptuosa y caprichosa que es la tierra. Y uno, que no es andaluz sino por vocación, comprende inmediatamente que Andalucía también es esto, su tierra y sus olivos, y que sus gentes, creadoras en cierta medida de ambos, pueden sentirse y verse reflejadas en ellos.

sábado, 16 de marzo de 2013

Ex cathedra (publicado en Granada Hoy el 12 de marzo de 2013)

Los seres humanos tenemos una clara tendencia a creernos en el uso y posesión de la verdad. Tal sesgo puede resultar inocente e incluso divertido en un tertulia entre amigos y, a la vez, puede ser inmensamente peligroso cuando quien lo esgrime tiene verdadero poder sobre otras personas. Por eso la sociedad, a lo largo de su historia, ha ido estableciendo reglas que limitan, que modulan esos poderes aunque no siempre lo ha conseguido. Los seres humanos somos (a veces) tan sensatos que la propia infalibilidad del papa, ésa que muchas beatas creen a pie juntillas, ni ha existido siempre (se estableció en 1870 en el Concilio Vaticano I) ni tiene lugar cada vez que habla (sólo es infalible cuando lo hace “ex cathedra” porque entonces se supone lo hace por inspiración divina): la última vez que habló “desde su silla” fue en 1950, cuando Pío XII estableció la asunción de la Virgen (¡toma inspiración!). Y es que, claro, hay que limitar de alguna forma la autoridad del papa por mucha que se le quiera reconocer. Por eso, yo que critico a Stephen Hawkins cuando pontifica diciendo que los seres humanos estamos a punto de conocer el universo por completo (será él porque, desde luego, al resto de los mortales nos falta aún bastante), me irrito sobremanera cuando veo la desfachatez e impunidad con que nuestros dirigentes políticos actúan e intentan hacernos comulgar con ruedas de molino. ¿Cómo es posible que los mismos a quienes el comienzo de la crisis los pilló mirando a otro lado sean quienes ahora dicten las normas que han de seguir las economías nacionales de los distintos países? Tan sólo sabemos que la administración Obama va a exigir responsabilidades a Standard & Poors. A ninguna otra se le ha ocurrido. ¿Cómo es que tras la constatación del retroceso de prácticamente todas las economías europeas, incluida la alemana, nuestras tecnocráticas e ilustradas autoridades continúen insistiendo en las políticas de austeridad? ¿No se dan cuenta que la experiencia está demostrando palmariamente la equivocación de sus teorías? Manejan variables sin justificación y utilizan extrapolaciones que más se parecen al barrunto del brujo de la tribu que a verdaderas teorías falsables con fundamento científico. ¿Se pensarán que somos ineptos? ¿Creerán que hablan ex cathedra? Oigan: ustedes están recortando mi salario, reduciendo mis derechos ciudadanos, permitiendo que mis vecinos se vean desahuciados; está bien, pero, por favor, no insulten mi inteligencia.

http://www.granadahoy.com/article/opinion/1478920/ex/cathedra.html

domingo, 3 de febrero de 2013

¿Ignorancia, retórica o cobardía? (publicado parcialmente en el diario Granada Hoy el 26 de febrero de 2013)

Por más que rebusco en el diccionario, en los diccionarios, no consigo ver ese concepto moral del honor, tan español por su intangibilidad, asociado a algo que no sean personas. Por más que intento recordar de los libros que he leído alguna excepción, por más que me atrevo a justificar alguna acepción que se refiera a otra cosa que no sean seres corrientes y molientes, ciudadanos para los que existe un sentido del deber y cómo cumplirlo, no lo logro. Por eso, cuando estos últimos días estos politicastros de medio pelo nos aturden haciendo referencia al honor de su partido, entro en la perplejidad más absoluta, casi en parada cardiorrespiratoria: no se de qué me hablan. ¿Será ignorancia lo que les lleva a utilizar ese término? Me digo que no, que no puede ser: la mayoría de ellos son "de letras" o, por lo menos, se les supone un cierto grado de educación que impediría tamaña equivocación. ¿Será, por el contrario que, en un alarde de retórica, están personificando esas beatíficas organizaciones suyas tratando a la vez de enaltecer el castellano? No puedo responderme sino en negativo por la mera constatación empírica de la altura de los debates parlamentarios en los que la pueril locución "y tú más" es sobreabundante, pertinaz como la sequía. Desde finales del siglo XIX, las cotas de la elocuencia política sólo han llegado en escasas ocasiones a la categoría del "Al alba, con fuerte viento de levante..." con que nos regalaron la noticia de ese motivo de orgullo patrio tan pírrico como el de Perejil. ¿Qué será, pues? ¿Por qué insisten unos y otros en la honorabilidad de su partido como si con ellos no fuera personalmente esta película? ¿Por qué no mencionan directamente el nombre de quien los acusa con sus anotaciones, una persona física, bien física y bien tangible, no como el honor, sino que se sienten ofendidos y mancillados por anónimas campañas (los malvados medios de comunicación) que sacan a la luz las pruebas de dicha acusación? ¿Por qué mienten y tratan de insultar nuestra inteligencia negando la albura a lo que jamás podrá tener el más mínimo indicio de oscuridad? (Léase blanqueos fiscales efectuados por honorabilísimos imputados, que no condenados). ¿Qué persiguen sus señorías? ¿Será acaso que su gallarda postura los lleva a escudarse en el anonimato del grupo, de la masa? ¿Será que con ello quieren esparcir sus responsabilidades entre la siempre fácilmente inflamable comunidad gregaria? ¿No se dan cuenta de que entre sus militantes y simpatizantes mayoritariamente honrados e intachables, puede haber un buen número que no se deje vender gato por liebre y, consiguientemente, les salga el tiro por la culata? ¿Por qué en esta piel de toro nadie dimite cuando  se ve envuelto, aun sólo en su entorno, por asuntos turbios o cuando su partido, tan democrático él, le hace comulgar con ruedas de molino? ¿Es tal la fascinación y la dependencia generadas por el poder? ¿No serán estas posturas meras declaraciones de la más infame cobardía que pretenden poner al partido como víctima de conspiraciones bastante inverosímiles por otra parte? Digo esto porque periódicos tan difícilmente conciliables como los dos de más tirada en nuestro país han coincidido en estas denuncias. ¿No sería mucho más fácil contestar que sí, que toda esa contabilidad manuscrita no es sino mero borrador de la (única) que con toda transparencia obra en manos de la autoridad tributaria? (Resulta bastante inverosímil que sólo los apuntes que ya han sido reconocidos por sus destinatarios sean ciertos y que el resto, en su conjunto, sean pura falsedad). Me temo que cualquier otra explicación, declaraciones de la renta incluidas, nos resulte a la mayoría de los ciudadanos extraña y torticera. 

Pero esta actitud irresponsable y vergonzante no sólo se exhibe en uno de los lados de la cámara. Sus otras señorías que tanto gustan de oírse a sí mismas protestando por la conducta de los otros ante los micrófonos de la prensa, no pasan del cachete parlamentario amistoso, casi dulce, equiparable al de la madre amantísima que trata de enjugar las lágrimas de su bebé. ¿Será que, en el fondo, también tienen algo que ocultar? Ante esta situación, es normal que la ciudadanía se encuentre hastiada de políticos ignorantes, iletrados y cobardes, pero más aún de un sistema de partidos y un sistema electoral que favorecen el medro de estos y que impiden las mínimas salubridad y transparencia que un sistema que se llama democrático debería poseer para sentirse decente.

http://www.granadahoy.com/article/opinion/1468717/ignorancia/retorica/o/cobardia.html

martes, 1 de enero de 2013

Un chiquillo y sus gafas

El otro día volvió a ocurrir. Mediaban unos pocos miles de kilómetros y del orden de entre 15 y 18 años, pero volvió a ocurrir. Ya no se trataba de la enorme cuesta de 11 km entre Santa Cruz de Tenerife y La Laguna. Rodábamos por la andaluza A 92, pero volvió a ocurrir. Ya no era el mismo coche (¡qué prodigio habría sido si hubiera perdurado tantísimo!), pero volvió a ocurrir. Ya no íbamos solos esta vez. Nos acompañaban su madre y su hermana, pero volvió a ocurrir. Ya no lo llevaba al colegio. Él ya es adulto, independiente, cabal. Íbamos esta vez a Cartagena a pasar las fiestas con la familia, pero volvió a ocurrir. Y sonó igual de gratificante, igual de fresco que la primera vez. He de reconocer que no tan desternillante como entonces, pero la sonrisa, inevitable, volvió a esbozarse en mis labios. Ahí estábamos de nuevo mi hijo y yo. Yo, conduciendo; él, leyendo y entresacando en voz alta pasajes del libro que tenía entre las manos. Ya no era "Manolito gafotas". Se trataba esta vez de "Mejor Manolo".

Parece mentira como un hecho cotidiano, tan sin importancia aparente, ha podido suponer un vínculo tan estrecho entre mi hijo y yo. Pero es así. De aquellas mañanas en que, a eso de las siete y media salíamos de casa, nos metíamos en el coche y nos dirigíamos al cole, al principio solos, luego con su hermana, mantengo vivos dos sucesos en mi memoria. En ambos brotaron con profusión las lágrimas de mis ojos (bueno, he de reconocer que soy de lágrima fácil). El primero fue puntual: un sólo día cuando el crío me preguntó por la muerte de mi padre, su abuelo, recientemente fallecido. La distancia geográfica (Tenerife y Cartagena) y la ilógica brutalidad del cáncer (sólo tenía 59 años) le habían arrebatado al abuelo que pudo ser y del que sólo disfrutó durante un par de breves episodios de apenas quince días. Aún puedo percibir el ahogo y el nudo en la garganta. La naturalidad y perplejidad del crío contrastaban con el desgarro tan próximo en el tiempo. El segundo fue continuado. Durante varios días, él me leía un trozo del libro que en aquellos momentos tenía entre manos. La mezcla entre la frescura e ingenio del texto y, por qué no decirlo, el desparpajo de un mengajo que leía ya por aquel entonces mejor que muchos adultos, con una entonación precisa y con el énfasis justo en el momento oportuno, me hacían carcajearme y llorar de risa. La situación se repetía cada mañana. Tenía que esforzarme por concentrarme en la carretera y sus peligros. ¡Qué momentos inefables! Nunca se volvió a repetir con ningún otro de los muchos libros que aquel lectorcillo voraz consumía. Quizá por eso quedó tan grabado en mi memoria.

Para un pedante como yo que se vanagloriaba de haber inculcado a su hijo la afición por la lectura través de el Quijote, no deja de ser paradójico que un libro como "Manolito gafotas" resulte tan emblemático. Es verdad que alguna que otra noche dormía al pequeñajo con "Don Pijote", como el repetía con su lengua de trapo, en vez de utilizar alguno de esos otros libros cursis e insulsos que, más que estar escritos para niños parecen estarlo para idiotas. Pero qué duda cabe que fueron otros, muchos, los que le hicieron apreciar el placer de leer, por conocer historias y mundos y los que, al final, le hicieron decantarse por estudiar lenguas. Y todo ello a pesar de (o quizá a causa de) tener una mente analítica y crítica que a mí me hacía albergar esperanzas orgullosas de que continuara mi oficio científico. Y entre esos otros libros, Manolito, ahora mejor Manolo, ha desempeñado un papel importante y yo no puedo menos que estarle agradecido a ese otro chiquillo y a sus gafotas. Su voz (la de su autora Elvira Lindo) todavía permanece en mi memoria auditiva; aparecía en la radio y siempre era chispeante.

Por eso, un pedante como yo, varios de cuyos escasos tuiteos han sido para alabar las pequeñas perlas que en Twitter deja Antonio Muñoz Molina (¡cuánto las admiro!), no podía dejar pasar el anuncio de la nueva aparición de la saga en ese mismo medio. También sigo a Elvira y fue emocionante. En cuanto lo leí supe que tenía que regalárselo a Jorge (así se llama mi hijo). La ocasión apareció en el aeropuerto de Barajas, a la vuelta de un viaje a Estados Unidos. No al Nueva York que Antonio y Elvira me han hecho desear aún más con sus escritos porque, a pesar de haber visitado ese país unas cuantas veces, a pesar de haber vivido allí un año entero, nunca he pisado la ciudad fuera de sus aeropuertos. El mío era otro viaje de trabajo que como suele ser habitual relega la compra de los detalles a la familia a las horas de espera entre avión y avión. En esta ocasión no había que pensarlo: el regalo estaba claro. A Jorge le tocaba el libro. 

El regalo me fue devuelto el otro día. Sin que yo se lo sugiriera. Simplemente porque parecía la cosa más normal del mundo. Ahora que apenas coincidimos en el coche porque nuestras vidas se van volviendo más paralelas. En uno de esos pocos momentos de rotura convergente del paralelismo, mi hijo nos leyó unos cuantos párrafos del libro que tenía entre manos. No estábamos solos, pero así disfrutamos los cuatro.