jueves, 29 de noviembre de 2012

Un desierto muy poblado

Apenas ha amanecido. Nos desplazamos con la serenidad y confort de los microbuses americanos. Hemos salido a las 06:40 de la mañana. ¡Qué hora!, diríamos en España. ¿Por qué no a menos cuarto o a y media? En fin, así son ellos. No tienen que atenerse a redondeos simplones y tampoco a retrasos perezosos como los nuestros. Las 06:40 son y 40, no y 41 o y 39, no; y 40. Y eso a mí me gusta. Al subir me han recibido con un escaso buenos días. Digo escaso porque por estas tierras acostumbran a excederse en las formas corteses que llegan en la mayoría de los casos a la afectación. Pero ésa es otra historia, la del vendedor y el cliente, la del recepcionista y el huésped del hotel, la del proveedor y el consumidor en un país en el que el mercado es un arte. Hoy no. Aquí no. La relación es estrictamente profesional y sobran las alharacas. También es comprensible por la hora. Los pocos pasajeros que van en realidad al trabajo, al observatorio, dormitan con la resignación y la cierta voluptuosidad que dan las prendas de abrigo cuando uno se abraza a sí mismo inmerso en el frío y la somnolencia.

Al poco de salir de la ciudad, lo cual es bastante impreciso por mi parte porque Tucson tiene una extensión sobredimensionada como la mayoría de las ciudades americanas; al salir, digo, se extiende ante nosotros la insultante rectitud de la carretera que termina en el horizonte donde se divisa una pequeña (al menos eso parece) sierra en una de cuyas cimas se atisban los telescopios rompiendo orgullosamente por obra del hombre el trabajo de escultura que la naturaleza ha obrado durante milenios. Allí nos dirigimos: al Observatorio de Kitt Peak; uno de los míticos del siglo pasado y con el que me siento vinculado emocionalmente porque de él salieron los datos con que hice mi tesis doctoral, aunque nunca he puesto el pie en sus instalaciones. Estoy en cierta manera emocionado. Voy con ganas. Y eso que a mí, a estas alturas de profesión, los observatorios no me producen atractivo alguno. Los carteles que salpican los arcenes de esa ruta tan cartesiana no paran de hablar de un pasado español. Los topónimos están prácticamente todos escritos en nuestra lengua y hablan tanto de objetos, de colores, de sonidos, de alimentos. Uno se pregunta cómo es posible que con todos estos vestigios que, pertinaces, se han mantenido con el paso del tiempo, la población conozca tan poco la herencia recibida y viva sin planteárselo y aceptando esas otras "historias", esas otras verdades a medias que con el paso del tiempo los políticos de turno y los laudos de sus esbirros con pluma van haciéndoles creer. Pero claro, enseguida me doy cuenta de que esa paradoja no es en realidad tal, o al menos no lo es en la medida de que se repite tanto y en tantos otros lugares. Se trata de la misma anestesia que hace olvidar que el País Vasco nunca fue independiente como tal sino que sus señores feudales se sometieron a la corona de Castilla voluntariamente para no hacerlo por la fuerza a la de Navarra. Por supuesto, el tan cacareado "pueblo vasco" nunca tuvo ni voz ni voto en semejante asimilación, que no conquista ni imposición por la fuerza. Pero es que la pretendida naturaleza vasca de Navarra que hoy reclaman tantos más bien podría haber sido al revés, esto es, la naturaleza navarra (un reino independiente) de los territorios vascongados. Se trata de la misma anestesia que hace mirar con orgullo a los catalanes hacia su tan afamado rey, Jaime I, que nunca lo fue de Cataluña sino de Aragón y quien, entre otras lindezas, provocó una de las mayores corrientes de emigración de catalanes hacia el exterior de la historia con el único propósito de asistir a su futuro yerno, Alfonso X, a la sazón heredero de Castilla. Durante la colonización del antiguo reino moro de Murcia el cual, tras la revuelta siguiente a la reconquista, fue diezmado entre ambas fuerzas invasoras, la de Castilla y la de Aragón, Jaime repobló Murcia con catalanes y bajoaragoneses. Por supuesto no con los más acaudalados y poderosos. Una anestesia que impedía a la burguesía catalana de mediados y finales del siglo pasado ver a muchos charnegos murcianos inmigrantes en Cataluña con patronímicos genuinamente catalanes como Conesa, Ros o Rosique como parte de su propia historia y por tanto despreciarlos convenientemente. Una anestesia semejante a la que hace a los franceses honrar a un Napoleón que, hombre, no es cuestión de utilizar rankings de crueldad, pero a lo mejor no le iba muy a la zaga a Hitler, incluso para con los suyos, en aras de satisfacer sus veleidades imperiales. Una anestesia como... 

Pero bueno, ya me he ido del hilo como acostumbro. Ese camino insultantemente recto atraviesa lo que se conoce como el desierto de Arizona-Sonora (la tierra no entiende de geografía política) y tengo ante mis ojos lo que después me contarán es la nación de los Tohono O'odham, los nativos del lugar. Se trata de un paisaje singular. Con algunas reminiscencias de lugares conocidos como, por ejemplo, en algún momento me pareció ver con el Valle de Ucanca en Tenerife. Pero único en muchos aspectos. Lo primero es que no es un desierto porque está lleno de vida. Hasta donde alcanza la vista se extienden verdaderos mares de arbustos gigantes que, en mi ignorancia botánica, me resultan inespecíficamente familiares y que se entremezclan con gallardía con los miembros más egregios de la flora local: esos formidables, esbeltos, orgullosos, se diría que hasta soberbios, cactus que se erigen desafiantes a la ley de la gravedad. Con una verticalidad de la que uno no se da debida cuenta hasta que dirige su vista a las pequeñas lomas que aquí y allá salpican la planicie. En ellas, el resto de la vegetación parece rendir pleitesía a estos gigantes del desierto y casi desaparece. Al verlos, uno se percata de que no se encuentran perpendiculares al suelo de las lomas que, naturalmente, está inclinado sino que insiste en mantener su centro de gravedad en la vertical de la base de sustentación. ¡Qué portento natural que conoce las leyes de la física mucho antes que los hombres! ¡Qué maravilla natural que se diría precursora con sus acanalamientos de los fustes de columnas jónicas o corintias! ¡Qué capricho antropomórfico al que crecen extremidades a modo de brazos! Enfrentarse a un paisaje así, con unos protagonistas semejantes, es sin duda único y un privilegio para quien, proveniente de la vieja Europa, no deja de sorprenderse ante semejante espectáculo inusual.

Por lo que sí puede calificarse toda esta zona de desierto es por el silencio. Un silencio sobrecogedor que habla a gritos, que lo domina todo, que te envuelve incluso en el interior del vehículo que plácidamente se desplaza por él. Es curioso. Seguramente en cualquier otro paisaje abierto de cualquier otro lugar del mundo, la ausencia de sonidos pueda ser semejante. Sin embargo, aquí se hace presente con una rotundidad, con un peso casi aplastante pero a la vez pacífico, casi balsámico. Un silencio que te permite transportarte a donde quieras, concentrarte en lo que quieras, recapacitar sobre el motivo de tu visita, sobre las expectativas que traes en tu modesto equipaje profesional. Un silencio que te permite observar en línea recta, siempre hacia adelante, cómo la sierra va creciendo paulatinamente ante tus ojos.

Y de pronto esa calma se interrumpe bruscamente. El microbús se ha detenido para recoger a unos pocos nuevos pasajeros, trabajadores del observatorio. Y con ellos llegó el sonido. Se trata de ciudadanos de origen mexicano, un origen que llevan esculpido en sus rostros y en su piel. Un origen que los conduce a mezclar ruidosamente (indiscutible sello hispano en medio de la quietud protestante y anglosajona) un castellano gentil, casi cantado, con sus inconfundibles localismos —alguno de ellos inculto pero no exentos de exotismo a los oídos de un español—, con un inglés de pronunciación impecable, seguramente con sonoridad diferenciadora, pero que ya quisiera uno para sí. La conversación animada de los hispanos también termina por decaer y extinguirse. El sopor de la hora lo puede todo y los sumerge, también a ellos, en el letargo. Y el camino, contumaz, no abandona la rectitud hasta que alcanzamos la sierra. Por fin la proximidad de las curvas, por fin el acercamiento que permite apreciar más convenientemente las escalas. Cambiamos la recta en el plano por la curva en la pendiente. Casi por arte de magia el recorrido se hace más familiar. La insolencia de los cactus se ha cambiado por la serenidad orgullosa de los árboles. La monotonía de la planicie troca en variedad de barrancos y laderas cada una distinta de las anteriores.

Llegamos al observatorio. Todos los pasajeros abajo. La somnolencia transmuta en diligencia y todo el mundo se separa radialmente del vehículo en dirección a sus puestos de trabajo. La concentración de telescopios es impresionante. Pero sin duda, el más significativo, el más emblemático, el más famoso seguramente porque parece de todo menos un telescopio es el McMath, al que yo me dirijo. Luego me contarán que se ha convertido incluso en símbolo de los Tohono O'odham; eso sólo puede pasar en América. Al entrar en el edificio del telescopio me abre la puerta un chaval de inconfundible acento escocés. Se trata de un doctor joven, recién salido del horno, que comienza una estancia posdoctoral con los americanos. Pero a mí quien más me interesa es Bill Livingston. Un viejo sabio que  con 85 años todavía sigue al pie del cañón, que todavía disfruta con el contacto y con los olores de una sala de observación que ya se antoja un poco trasnochada como su protagonista. Una sala que ha atesorado glorias pasadas y a la que el paso del tiempo no le es ajena. Sin embargo, el viejo lobo de mar continúa orgulloso al frente del puente de mando de su nave e instruye al futuro oficial en los detalles y las sutilezas de la vida marinera. Mi puesto de observador externo me permite percibir un aire caduco en las recomendaciones, en consonancia con lo antiguo de la instrumentación pero, claro, las viejas embarcaciones y sus capitanes se resisten de ser enviadas al dique seco. Pero por encima de todo lo que sí percibo es la labor orgullosa del maestro y la atención respetuosa del alumno. Una relación entre dos personas que las vincula ya de por vida. Seguramente más larga para uno que para el otro pero que permanecerá indeleble en ese mundo intangible de los recuerdos. Bill fue el primer científico, ya entonces de mucho prestigio, que me hizo una pregunta tras mi primera intervención en un congreso allá por 1985. Él y su compañero más joven Jack Harvey habían escrito muchas de las páginas que por aquel entonces constituían mi acervo científico y yo no salía de mi asombro y a la vez orgullo mitómano por entrar en contacto con una personalidad de su talla. Hoy he podido recordar con él ése y otros momentos que también implicaban a mi maestro, Meir Semel, quien desgraciadamente nos ha abandonado este año. Hay muchas cosas bellas en este oficio de la ciencia, pero una de las más gratas, sin duda, es el contacto humano que no se restringe a la propia ciencia sino que, de forma natural se extiende al arte, la política, la religión y, en definitiva a la vida.

A las dos de la tarde, antes de lo previsto, doy por concluida mi visita y emprendo el viaje de vuelta al instituto en Tucson. Esta vez el vehículo es más pequeño: un monovolumen de siete u ocho plazas. La vuelta ya no es tan sugerente como ha sido la ida. El camino ya resulta familiar. Los cactus ya no llaman la atención tan poderosamente. Para mí ha sido un día inolvidable.