martes, 14 de febrero de 2012

Paisanaje

No lo puedo evitar. Soy pieza fácil de ese atavismo casi pueril que te hace sentir orgullo por la gente importante de tu tierra. Y además es que el sentimiento tiene el absoluto poder acomodaticio de servir a cualquier escala, ya sea europea (sí, también europea), nacional o ciudadana. Me dejo seducir por ese hormigueo gregario que me permite anotarme parte de su cuota de éxito. Es gratificante. Y gratis. Pero, sin duda, la intensidad de la emoción es inversamente proporcional a la superficie del ámbito geográfico. Por eso hoy he elegido a mi admirado paisano Pérez-Reverte. Quiero hacerle un pequeño homenaje, en el que mantener ese ínfimo mérito mío de haber nacido en la misma ciudad y haber estudiado en el mismo colegio. Me gustaría devolverle mínimamente los momentos de absoluto placer que me han proporcionado la práctica totalidad de sus novelas y, no en menor medida, sus artículos periodísticos. Esa finura, complejidad y contundencia del lenguaje lo sitúan, y él lo sabe, entre los grandes. Quizá sea ese conocimiento, esa vanidad la que a veces lo pierde, pero cómo acusar de vanidad al que edifica monumentos de su calibre. Está justificada, oiga.

Hoy leía su artículo sobre el hundimiento del crucero italiano y no me han sorprendido ni su lúcido juicio sobre la situación del capitán ni su valiente puesta en contexto, devastadora de los principios que hoy imperan y que tanto distan de conductas honrosas de otras épocas. O de éstas, porque me consta -así lo ha dicho- que él las ha presenciado, y yo también, en no pocas zonas y no menos situaciones. Comenzaba don Arturo (el don se lo merece como sus admirados don Francisco, don Miguel o don Félix) explicando cómo han transcurrido noventa y nueve años desde otra catástrofe náutica, la más famosa de la historia de los transatlánticos, la del Titanic, y cómo sólo la necedad, el desdén y la vileza pueden hacer olvidar el aprendizaje de hechos pretéritos e inducir el olvido de la propia responsabilidad.

No es ése el caso de mi paisano. Seguramente porque él sí ha sabido aprender de sus mayores. Porque él si ha atendido a los lamentos del canónigo frente al cura en el capítulo XLVIII del Quijote cuando se queja amargamente de lo que hoy llamaríamos "comedia basura". No ha atendido a un aviso de hace noventa y nueve años sino de hace cuatrocientos nueve. Si otros hicieran lo mismo, otro gallo nos cantaría. "Así que no está la falta en el vulgo, que pide disparates, sino en aquellos que no saben representar otra cosa." Con paso firme y con la progresión sostenida de los pura sangre, guiado por la más clásica de las tradiciones del folletín, de la novela por entregas, ha conseguido hacer gran literatura de una historia de aventuras en principio banal. Con trazo limpio, la silueta de Alatriste se ha ido dibujando y aun se perfila más cada nuevo episodio. Con un ritmo y una sabia urdimbre de los acontecimientos, el lector sólo puede sentirse subyugado y ansioso de que aparezca la nueva entrega. Incluso se permite el muy osado trufar el texto de alguna que otra pedantería (demasiado glauco y poco verde, don Arturo) que no conduce al desaliento del lector, sino que, por el contrario lo mantiene atento y ávido de aprender. Sólo los que manejan la lengua a su antojo y con sabiduría están capacitados para hacerlo.

Cuando únicamente había aparecido el primer Alatriste, el cual por cierto reconozco que me decepcionó un poco, en una de esas charlas de café con amigos, ante mi defensa apasionada de la literatura revertiana, un compañero acusó a nuestro autor de no haber sido capaz de crear un personaje de esos con mayúsculas. Aunque yo sostengo que no ello es necesario para ser grande, que lo importante es cómo se cuentan las cosas (qué delicia oír leyendo el acento mexicano de la reina del sur), no tanto qué se cuenta, ahí ya tiene mi compañero la respuesta y su crítica satisfecha. Y con creces. No sólo ha construido un personaje potente, de los de siempre, de los que se hacen independientes de su autor, sino que lo ha hecho con tres. Su antagonista ya está emergiendo del fácil maniqueísmo: Gualterio Malatesta comienza a dar señales de entrañable debilidad humana en El Puente de los Asesinos. Pero es que, el grado de madurez de Íñigo Balboa, ese vascongado de Oñate, que acompaña los pasos de su mentor, ha ido adquiriendo todos los tintes de otro grande de la ficción. 

Esta misma mañana también me he enterado de que esta visión del de Oñate me la ha pisado Francisco Rico. ¡Qué le vamos a hacer! Pero también me halaga coincidir con otro grande. Y es que no en vano los dos somos mediterráneos. Quien no encuentra paisanos ilustres es porque no quiere.

P.D.: Por cierto, Arturo, ¿puedo llamarte así, verdad? Aunque compruebo que tu ortografía ya se adapta a la última de la RAE, yo mantengo las tildes diacríticas que me enseñó algún colega del Hermano Severiano. Se me permite, ¿no?

lunes, 6 de febrero de 2012

Maestros (publicado en La opinión de Granada en 2005)

A lo largo de mi adolescencia y juventud libertarias pude llegar a leer numerosos textos idealistas y bellos como “La conquista del pan”, del príncipe Kropotkin, verdadera joya decimonónica del anarquismo utópico, hasta auténticos manuales pragmáticos como “Educación libertaria” (ustedes me perdonarán que no recuerde a sus dos autores; hace tanto tiempo…). Siempre recordaré el comienzo de este último librito: «Educar es manipular». El escalofrío que pudo llegar a sentir mi espíritu, repleto por aquel entonces de sinceros ideales, fue mayúsculo como pueden imaginar: dos señores de quienes yo esperaba las fuentes de la ortodoxia libertaria defendían como principal argumento para su tesis un procedimiento más próximo en principio a las prácticas dictatoriales que al establecimiento de una sociedad de “hombres buenos” voluntariamente decidida por sus propios miembros. Cuando la madurez y la experiencia me han hecho comprender tantas otras cosas, también me han permitido entender que aquél no era sino el reconocimiento honrado de un hecho inevitable: el maestro posee la capacidad libérrima y la responsabilidad magnífica no sólo de informar, sino de formar y hasta de conformar la personalidad de seres humanos que, casi literalmente, pasan por sus manos puesto que así lo disponemos los padres en un ejercicio de confianza máxima. Ya sea por acción o intención, ya por omisión o dejación, los maestros pueden entusiasmar o defraudar, aficionar o desinteresar, pueden en definitiva encauzar vocaciones o descarrilar intereses. Entiendo pues, ahora, esa manipulación que suscitaba mis juveniles escrúpulos: en una sola palabra se encierra el manido símil bíblico del ceramista y la arcilla; con todas sus diferencias (los sujetos no son sólo pacientes, ni existe un único “manipulador”), pero también con todas sus similitudes.

Estimular el espíritu crítico de los alumnos hasta cotas que puedan permitir a éstos trascender  incluso la propia opinión de los formadores es una tarea que se antoja ingrata pero sólo al que no la ha experimentado y se encuentra adocenado en la cómoda posición de la doctrina y la pereza intelectual. Acompañar el crecimiento y facultar la independencia de los individuos, transmitir la primera enseñanza que ha introducido la ciencia en la sociedad: la prevalencia de la razón frente al ostracismo de la credulidad, sembrar en los campos ubérrimos de mentes ávidas de conocimiento son tareas sólo parangonables con las de la paternidad y así las equiparaba un admirado compañero y querido amigo en un acto académico. La generosidad inherente a su trabajo es pocas veces apreciada, pero no por olvidada es menos notable. De las manos, de la palabra, de los gestos, del cariño de un profesor se alimentan en gran medida los alumnos. De esos ejercicios de entrenamiento aprendidos en la escuela o en la facultad surgen a veces las ideas brillantes, las curiosidades inquietas, el estado de permanente alerta frente a la sinrazón y a la vulgaridad, pero además también nacen el espíritu de constante aprendizaje, las ganas de adquirir conocimiento y virtudes de nuestros congéneres, las mejores vacunas contra el ostracismo y la indolencia. Los seres humanos sólo pueden ser libres cuando poseen la capacidad de juzgar lo que les es útil y lo que no, lo que perjudica al otro y lo que no, lo que es verdad de lo que les cuentan o les pretenden vender y lo que no. A ese proceso de adquisición de la libertad contribuye sin duda el maestro y a él corresponde gran parte del mérito, pero también le es exigible su cuota de culpa cuando por incumplimiento de su labor incita el desdén y la desgana, cuando confundiendo ciencia y conciencia no sabe enseñar y más que instruir dogmatiza, cuando equiparando razón y religión se obstina en hurtar a aquélla algo que ésta debe obtener en ámbitos no académicos. Poseer la singular influencia sobre las personas que un maestro posee es seguramente un privilegio pero a la vez la mayor de las responsabilidades. De su trabajo puede surgir la obra magnífica y también el aborto manifiesto.

Quizá la labor del maestro tenga que ver, más que con la tarea del ceramista, con la labor de un escultor que, como Miguel Ángel según la leyenda, se limitaba a «descubrir» a Moisés, a David o a La Piedad allá donde el bloque de mármol le aseguraba que estaban. Sé que soy muy exigente con los maestros pero ellos pueden dar eso y más. Ciertamente es una tarea de formidable esfuerzo pero entusiasmante y fértil. Sus beneficios y frutos no se pueden cuantificar en número pero su fertilidad es cualitativa y reconfortante. Otro compañero formulaba su más íntimo deseo: «que la de maestro sea la profesión más respetada del mundo». Sea, pues. Gracias Cari, José Luis, José Antonio, Vicente, Miguel, Francisco, Vicente, Pepe, Humberto, Agapito, José Antonio, Antonio… 

domingo, 5 de febrero de 2012

Precipitación

Hoy leo en El País un interesante artículo de opinión en el que se destaca la incongruencia de nuestra modernidad que antepone los medios al talento. Antes, alguien con algo que decir necesitaba un largo peregrinar por intermediarios para encontrar un medio de difusión de sus ideas que, en la mayoría de los casos, resultaba infructuoso. Hoy por el contrario, el ámbito de difusión es precursor de la idea. Medios como éste en el que empiezo se encuentran a disposición de cualquiera y, como consecuencia, se puede encontrar de todo, desde maravillosas reflexiones a banales opiniones a veces rayanas en la chabacanería. Se crea una disfunción difícilmente gestionable y que abarca desde los foros más intrascendentes hasta los medios de comunicación pretendidamente serios o que deben estar sujetos a controles con fundamento. Me viene a la memoria un comentario que leí, creo, a Francisco de Ayala en una entrevista -perdóneme don Francisco si no fue usted quien pronunció esas palabras- en el que venía a decir que uno de los errores de la universalización de la enseñanza había sido que, ahora, todo el mundo quiere ser escritor o, incluso, se considera como tal. Algo así como les hemos enseñado a leer y a escribir y ahora todos quieren ser escritores. Compartiendo el espíritu de la crítica mordaz, creo también compartir el íntimo significado que no tiene por qué ser considerado ni antidemocrático ni peyorativamente elitista: no todo tiene que evaluarse de la misma manera ni se le puede dar pábulo por igual a las opiniones de cualquiera. Ese mensaje, desde el punto de vista conceptual, seguro que es compartido por casi cualquier lector: no es lo mismo Rajoy que Rubalcaba; no es lo mismo un catedrático de lingüística comparada para opinar sobre Gramática que un ciudadano que apenas ha cursado los estudios básicos. Ahora bien, lo que a mí me produce perplejidad es que ese filtro que parece casi natural y que seguramente aplicamos todos al fondo no implique un respeto semejante por las formas, las cuales, prácticamente por ellas mismas, podrían servir en muchos casos para hacernos distinguir el crédito que merece su autor.

Ese problema desde luego no es igual en unos medios que en otros. Ciertamente, don Francisco, yo podría fácilmente caer en la categoría de los advenedizos. Pero es por eso por lo que el medio que utilizo es libre y, por tanto, no sujeto a control previo a la publicación; su atractivo tinte democrático lleva consigo el riesgo de que lo que yo diga pueda ofender no ya moralmente, sino incluso estéticamente, a los pocos lectores que barrunto tener. A ellos corresponde ponerme en mi lugar y a su escrutinio me someto. Lo que no me parece igual, sin embargo, es que profesionales de la palabra y la información se comporten con un grado de irreflexión e indolencia tanto conceptual como formal realmente grande y que escapen a los mínimos controles a que deberían estar sujetos en medios de comunicación serios. 

Ayer, también en El País, un artículo me llamó poderosamente la atención por su título y entradilla. No voy a referirme literalmente a ellos porque no vienen al caso. De hecho aparecen noticias y comentarios similares con frecuencia en éste y otros medios periodísticos. Diré, sin embargo, que se trataba de un comentario acerca de la sensación térmica que puede diferir, y de hecho lo hace, de la temperatura. Aparte de lo intrascendente, por común y experimentado casi por cualquier individuo, de la noticia, lo que llamó poderosamente mi atención fue la cuantificación. ¿Cómo se puede saber qué siente el ser humano medio a -20 ºC? Y lo que es más difícil, ¿cómo distinguirlo de lo que experimenta cuando la temperatura es de -18 o de -22 ºC? ¿Qué instrumento de medida capacita al (¿o era la?, no lo recuerdo) periodista para utilizar esas cifras con precisión repetitiva a lo largo del artículo? ¿No se le ha ocurrido ni a él (ella) ni a sus correctores y jefes que lo que es cierto cualitativamente no se puede sostener cuantitativamente, a no ser que se hagan las precisiones oportunas? Toda persona educada sabe que existen dispositivos denominados termómetros que miden una cantidad física denominada temperatura (con independencia de lo que tal magnitud signifique íntimamente para la Ciencia) y entiende que cuando esa cantidad es más pequeña solemos sentir más frío y cuando asciende sentimos más calor. Así, de forma cualitativa. También es común a cualquier ser humano el conocimiento de cómo esa sensación térmica varía cuando otras variables meteorológicas influyen en la comparación: no sentimos el mismo calor ni el mismo frío aun teniendo la misma temperatura en una ciudad húmeda que en otra seca (por cierto, también las personas educadas conocen unos dispositivos denominados higrómetros que miden la humedad); experimentamos calores y fríos distintos un día ventoso que otro calmo (y sí, también hay anemómetros que miden la velocidad del viento). Pero ¿cómo se mide la sensación térmica? y más aún, ¿la sensación térmica de quién?, ¿del ser humano medio, en qué franja de edad, sexo y otras características físicas? En mi casa somos cuatro y no sentimos por igual el frío y el calor, pero es que yo mismo tengo en estos momentos una sensación térmica de lo más confortable en la práctica totalidad de mi cuerpo, gracias a la calefacción de casa, y sin embargo tengo tanto las manos como los pies que bien se podría pensar se encuentran en el Círculo Polar Ártico.

Entonces, ¿qué? Pues simple y llanamente, que me rebelo contra un artículo absolutamente banal cuyo mensaje era de sentido común y que con él solo no habría tenido justificación, pero que se ha trufado de pretendida precisión cuantitativa, absolutamente injustificable, para darle sentido y cabida en un periódico serio. Semejante frivolidad se podría entender en bitácoras libres como ésta, pero no en medios como El País y escrita por un profesional del ramo. ¿No habría merecido la pena un mínimo análisis de lo que se pretendía contar para encontrar precipitado cualquier descripción como ésa con profusión de datos cuantitativos de sensación térmica? Hombre, cuando yo miro mi teléfono inteligente y me dicen que la temperatura es de X grados y que la sensación térmica es de Y, yo entiendo el mensaje cualitativamente, pero no se me ocurre darle pábulo cuantitativo. Pero es que, además, ¡el artículo comenzaba con un error tan burdo como confundir la conjugación del verbo asolar! Hablaba de la ola de frío que nos ha sobrevenido como si se tratara de un albañil que nos pone baldosas nuevas en la vivienda: asuela no es asola, oiga, aunque sus infinitivos sean idénticos. Una joya de precipitación, vamos, por no decir otra cosa.