lunes, 27 de enero de 2014

En defensa de la ciencia (publicado en Granada Hoy el martes, 28 de enero de 2014)

Cuando compruebo la frecuencia en la mudanza de las reglas gramaticales, no puedo dejar de sentir una mezcla de decepción, tristeza y condescendencia. En la escuela, al principio, acentuábamos los monosílabos, después se imponía el uso diacrítico de la tilde. Ahora ya no. Estudiábamos la sintaxis con términos que se cambiaron en apenas diez años, aunque fuera en muchos casos para designar lo mismo. Cuando constato la veleidad con que algunos historiadores describen los acontecimientos no puedo evitar el sonrojo, la pena y la rabia. Hace poco leía una breve historia de España escrita por una americana apenas tres años después de la guerra de Cuba. Se pueden imaginar los tópicos e incluso los mitos que trufaban el relato de los hechos. ¿Qué decir de cuando algún científico social anglosajón menciona la inquisición? El adjetivo española la acompaña indisolublemente. ¡Como si no hubiera habido inquisición más que en España! Cuando algunos juristas utilizan sus propias reglas haciendo alardes de verdadero equilibrismo jurídico, no sé qué pensar. El nuevo discurso del fiscal ante la imputación de la infanta Cristina no se puede comprender sino como enajenación mental o como proveniente del mayor de los servilismos. Cuando en España se juzga y condena —o bien se aparta— al juez antes que al presunto delincuente a quien investiga, la indignación y la vergüenza ascienden a niveles estratosféricos. Y aquí no hay que mencionar ejemplos… Cuando los políticos esconden sus fracasos engañando deliberadamente a la población, la rabia y la impotencia se dan de la mano. ¿Qué me dicen de las razones aducidas por Artur Mas sobre lo acaecido en torno a la guerra de sucesión en 1714? Cuando veo todas estas cosas, me descorazona la prostitución de la palabra ciencia cuando se la tilda de lingüística, histórica, jurídica, política, e incluso del deporte. No deja de ser un abuso de interpretación establecer sinonimia entre ciencia y conocimiento. Evidentemente, no todo el conocimiento digno de respeto ha de ser científico, pero sí es verdad que los otros distan mucho del científico, pobres, sobre todo en lo que respecta a la robustez que a este le proporcionan unas reglas bien establecidas, comprensibles y aceptadas por cualquiera. La difícil mutabilidad de sus conceptos, tan solo tras la prueba del ensayo y el error, confieren al científico el precioso regalo de la solidez intelectual. Como decía el otro día un monologuista notable: “un teorema sí que es para toda la vida, no un diamante”.

http://www.granadahoy.com/article/opinion/1696402/defensa/la/ciencia.html

lunes, 13 de enero de 2014

Tristeza (publicado en Granada Hoy el 14 de enero de 2014)

La tristeza que embarga a cualquiera que en esta piel de toro se aproxime mínimamente a la historia para compararla con la realidad política es tan común que no ha habido quizá un sentimiento más hispano, más repetido al cabo de los siglos, más inscrito en nuestros genes, que esa melancolía, esa nostalgia por las oportunidades perdidas, esa mirada desconsolada envuelta en lánguidos párpados que descienden cuando a la gravedad se le unen la actualidad más descarnada, los hechos más crudos. Bueno, quizá la vileza de la envidia y el rencor sea también digna de destacar en nuestro acervo sentimental común, pero esa es otra historia que comentaré en el momento oportuno. El pesimismo y el desasosiego que lo acompaña, la desmoralización ante un futuro cada vez más cierto de retrocesos no se convierten en toma de conciencia y rebeldía civil. La aceptación sumisa de lo que presenciamos cotidianamente: el abuso del poder otorgado por la gracia de Dios en unos casos, usurpado por la fuerza de las armas en otros, e incluso conferido por el escrutinio de las urnas últimamente, resulta en desencanto paralizante que es a la vez vergonzoso y vergonzante. La bipolarización continua para todo y en todo momento; esas dos españas del poema, que parecen ser válidas hasta para hacer de comer, cuando en realidad solo deberían reflejarse en algunos —pocos— aspectos concretos de actuación, son inaceptables y, sin embargo, cada vez más presentes (“cuando ganemos nosotros, os vais a enterar”). ¿Cómo aceptamos estoicamente la periódica vuelta a la carcundia más abyecta e indigna? ¿Cómo siquiera puede alguien anhelar el regreso de la directriz divina en lo que resulta la renuncia más clara al propio libre albedrío humano?


Cuando miramos no tan atrás encontramos políticos decentes, cultos, intelectuales comprometidos y moralmente armados que obtenían la auctoritas por sus ideas y sus escritos antes que la autoridad en el Parlamento y que incluso eran capaces de renunciar al triunfo aplastante por cuestiones de conciencia. Cuando observamos ahora, solo encontramos la zafiedad de politicastros bien engreídos, bien desdeñosos, ora pérfidos, ora melifluos, que parecen no haber leído un libro antes de ejercer el poder —por muchas oposiciones que hayan aprobado— y que, sin embargo, se entregan con fruición a firmar (no sabemos si a escribir realmente) libros en cuanto descienden del peldaño del oropel para encaramarse a la tarima del dinero. La tristeza, conciudadanos, es mayúscula.