jueves, 29 de noviembre de 2012

Un desierto muy poblado

Apenas ha amanecido. Nos desplazamos con la serenidad y confort de los microbuses americanos. Hemos salido a las 06:40 de la mañana. ¡Qué hora!, diríamos en España. ¿Por qué no a menos cuarto o a y media? En fin, así son ellos. No tienen que atenerse a redondeos simplones y tampoco a retrasos perezosos como los nuestros. Las 06:40 son y 40, no y 41 o y 39, no; y 40. Y eso a mí me gusta. Al subir me han recibido con un escaso buenos días. Digo escaso porque por estas tierras acostumbran a excederse en las formas corteses que llegan en la mayoría de los casos a la afectación. Pero ésa es otra historia, la del vendedor y el cliente, la del recepcionista y el huésped del hotel, la del proveedor y el consumidor en un país en el que el mercado es un arte. Hoy no. Aquí no. La relación es estrictamente profesional y sobran las alharacas. También es comprensible por la hora. Los pocos pasajeros que van en realidad al trabajo, al observatorio, dormitan con la resignación y la cierta voluptuosidad que dan las prendas de abrigo cuando uno se abraza a sí mismo inmerso en el frío y la somnolencia.

Al poco de salir de la ciudad, lo cual es bastante impreciso por mi parte porque Tucson tiene una extensión sobredimensionada como la mayoría de las ciudades americanas; al salir, digo, se extiende ante nosotros la insultante rectitud de la carretera que termina en el horizonte donde se divisa una pequeña (al menos eso parece) sierra en una de cuyas cimas se atisban los telescopios rompiendo orgullosamente por obra del hombre el trabajo de escultura que la naturaleza ha obrado durante milenios. Allí nos dirigimos: al Observatorio de Kitt Peak; uno de los míticos del siglo pasado y con el que me siento vinculado emocionalmente porque de él salieron los datos con que hice mi tesis doctoral, aunque nunca he puesto el pie en sus instalaciones. Estoy en cierta manera emocionado. Voy con ganas. Y eso que a mí, a estas alturas de profesión, los observatorios no me producen atractivo alguno. Los carteles que salpican los arcenes de esa ruta tan cartesiana no paran de hablar de un pasado español. Los topónimos están prácticamente todos escritos en nuestra lengua y hablan tanto de objetos, de colores, de sonidos, de alimentos. Uno se pregunta cómo es posible que con todos estos vestigios que, pertinaces, se han mantenido con el paso del tiempo, la población conozca tan poco la herencia recibida y viva sin planteárselo y aceptando esas otras "historias", esas otras verdades a medias que con el paso del tiempo los políticos de turno y los laudos de sus esbirros con pluma van haciéndoles creer. Pero claro, enseguida me doy cuenta de que esa paradoja no es en realidad tal, o al menos no lo es en la medida de que se repite tanto y en tantos otros lugares. Se trata de la misma anestesia que hace olvidar que el País Vasco nunca fue independiente como tal sino que sus señores feudales se sometieron a la corona de Castilla voluntariamente para no hacerlo por la fuerza a la de Navarra. Por supuesto, el tan cacareado "pueblo vasco" nunca tuvo ni voz ni voto en semejante asimilación, que no conquista ni imposición por la fuerza. Pero es que la pretendida naturaleza vasca de Navarra que hoy reclaman tantos más bien podría haber sido al revés, esto es, la naturaleza navarra (un reino independiente) de los territorios vascongados. Se trata de la misma anestesia que hace mirar con orgullo a los catalanes hacia su tan afamado rey, Jaime I, que nunca lo fue de Cataluña sino de Aragón y quien, entre otras lindezas, provocó una de las mayores corrientes de emigración de catalanes hacia el exterior de la historia con el único propósito de asistir a su futuro yerno, Alfonso X, a la sazón heredero de Castilla. Durante la colonización del antiguo reino moro de Murcia el cual, tras la revuelta siguiente a la reconquista, fue diezmado entre ambas fuerzas invasoras, la de Castilla y la de Aragón, Jaime repobló Murcia con catalanes y bajoaragoneses. Por supuesto no con los más acaudalados y poderosos. Una anestesia que impedía a la burguesía catalana de mediados y finales del siglo pasado ver a muchos charnegos murcianos inmigrantes en Cataluña con patronímicos genuinamente catalanes como Conesa, Ros o Rosique como parte de su propia historia y por tanto despreciarlos convenientemente. Una anestesia semejante a la que hace a los franceses honrar a un Napoleón que, hombre, no es cuestión de utilizar rankings de crueldad, pero a lo mejor no le iba muy a la zaga a Hitler, incluso para con los suyos, en aras de satisfacer sus veleidades imperiales. Una anestesia como... 

Pero bueno, ya me he ido del hilo como acostumbro. Ese camino insultantemente recto atraviesa lo que se conoce como el desierto de Arizona-Sonora (la tierra no entiende de geografía política) y tengo ante mis ojos lo que después me contarán es la nación de los Tohono O'odham, los nativos del lugar. Se trata de un paisaje singular. Con algunas reminiscencias de lugares conocidos como, por ejemplo, en algún momento me pareció ver con el Valle de Ucanca en Tenerife. Pero único en muchos aspectos. Lo primero es que no es un desierto porque está lleno de vida. Hasta donde alcanza la vista se extienden verdaderos mares de arbustos gigantes que, en mi ignorancia botánica, me resultan inespecíficamente familiares y que se entremezclan con gallardía con los miembros más egregios de la flora local: esos formidables, esbeltos, orgullosos, se diría que hasta soberbios, cactus que se erigen desafiantes a la ley de la gravedad. Con una verticalidad de la que uno no se da debida cuenta hasta que dirige su vista a las pequeñas lomas que aquí y allá salpican la planicie. En ellas, el resto de la vegetación parece rendir pleitesía a estos gigantes del desierto y casi desaparece. Al verlos, uno se percata de que no se encuentran perpendiculares al suelo de las lomas que, naturalmente, está inclinado sino que insiste en mantener su centro de gravedad en la vertical de la base de sustentación. ¡Qué portento natural que conoce las leyes de la física mucho antes que los hombres! ¡Qué maravilla natural que se diría precursora con sus acanalamientos de los fustes de columnas jónicas o corintias! ¡Qué capricho antropomórfico al que crecen extremidades a modo de brazos! Enfrentarse a un paisaje así, con unos protagonistas semejantes, es sin duda único y un privilegio para quien, proveniente de la vieja Europa, no deja de sorprenderse ante semejante espectáculo inusual.

Por lo que sí puede calificarse toda esta zona de desierto es por el silencio. Un silencio sobrecogedor que habla a gritos, que lo domina todo, que te envuelve incluso en el interior del vehículo que plácidamente se desplaza por él. Es curioso. Seguramente en cualquier otro paisaje abierto de cualquier otro lugar del mundo, la ausencia de sonidos pueda ser semejante. Sin embargo, aquí se hace presente con una rotundidad, con un peso casi aplastante pero a la vez pacífico, casi balsámico. Un silencio que te permite transportarte a donde quieras, concentrarte en lo que quieras, recapacitar sobre el motivo de tu visita, sobre las expectativas que traes en tu modesto equipaje profesional. Un silencio que te permite observar en línea recta, siempre hacia adelante, cómo la sierra va creciendo paulatinamente ante tus ojos.

Y de pronto esa calma se interrumpe bruscamente. El microbús se ha detenido para recoger a unos pocos nuevos pasajeros, trabajadores del observatorio. Y con ellos llegó el sonido. Se trata de ciudadanos de origen mexicano, un origen que llevan esculpido en sus rostros y en su piel. Un origen que los conduce a mezclar ruidosamente (indiscutible sello hispano en medio de la quietud protestante y anglosajona) un castellano gentil, casi cantado, con sus inconfundibles localismos —alguno de ellos inculto pero no exentos de exotismo a los oídos de un español—, con un inglés de pronunciación impecable, seguramente con sonoridad diferenciadora, pero que ya quisiera uno para sí. La conversación animada de los hispanos también termina por decaer y extinguirse. El sopor de la hora lo puede todo y los sumerge, también a ellos, en el letargo. Y el camino, contumaz, no abandona la rectitud hasta que alcanzamos la sierra. Por fin la proximidad de las curvas, por fin el acercamiento que permite apreciar más convenientemente las escalas. Cambiamos la recta en el plano por la curva en la pendiente. Casi por arte de magia el recorrido se hace más familiar. La insolencia de los cactus se ha cambiado por la serenidad orgullosa de los árboles. La monotonía de la planicie troca en variedad de barrancos y laderas cada una distinta de las anteriores.

Llegamos al observatorio. Todos los pasajeros abajo. La somnolencia transmuta en diligencia y todo el mundo se separa radialmente del vehículo en dirección a sus puestos de trabajo. La concentración de telescopios es impresionante. Pero sin duda, el más significativo, el más emblemático, el más famoso seguramente porque parece de todo menos un telescopio es el McMath, al que yo me dirijo. Luego me contarán que se ha convertido incluso en símbolo de los Tohono O'odham; eso sólo puede pasar en América. Al entrar en el edificio del telescopio me abre la puerta un chaval de inconfundible acento escocés. Se trata de un doctor joven, recién salido del horno, que comienza una estancia posdoctoral con los americanos. Pero a mí quien más me interesa es Bill Livingston. Un viejo sabio que  con 85 años todavía sigue al pie del cañón, que todavía disfruta con el contacto y con los olores de una sala de observación que ya se antoja un poco trasnochada como su protagonista. Una sala que ha atesorado glorias pasadas y a la que el paso del tiempo no le es ajena. Sin embargo, el viejo lobo de mar continúa orgulloso al frente del puente de mando de su nave e instruye al futuro oficial en los detalles y las sutilezas de la vida marinera. Mi puesto de observador externo me permite percibir un aire caduco en las recomendaciones, en consonancia con lo antiguo de la instrumentación pero, claro, las viejas embarcaciones y sus capitanes se resisten de ser enviadas al dique seco. Pero por encima de todo lo que sí percibo es la labor orgullosa del maestro y la atención respetuosa del alumno. Una relación entre dos personas que las vincula ya de por vida. Seguramente más larga para uno que para el otro pero que permanecerá indeleble en ese mundo intangible de los recuerdos. Bill fue el primer científico, ya entonces de mucho prestigio, que me hizo una pregunta tras mi primera intervención en un congreso allá por 1985. Él y su compañero más joven Jack Harvey habían escrito muchas de las páginas que por aquel entonces constituían mi acervo científico y yo no salía de mi asombro y a la vez orgullo mitómano por entrar en contacto con una personalidad de su talla. Hoy he podido recordar con él ése y otros momentos que también implicaban a mi maestro, Meir Semel, quien desgraciadamente nos ha abandonado este año. Hay muchas cosas bellas en este oficio de la ciencia, pero una de las más gratas, sin duda, es el contacto humano que no se restringe a la propia ciencia sino que, de forma natural se extiende al arte, la política, la religión y, en definitiva a la vida.

A las dos de la tarde, antes de lo previsto, doy por concluida mi visita y emprendo el viaje de vuelta al instituto en Tucson. Esta vez el vehículo es más pequeño: un monovolumen de siete u ocho plazas. La vuelta ya no es tan sugerente como ha sido la ida. El camino ya resulta familiar. Los cactus ya no llaman la atención tan poderosamente. Para mí ha sido un día inolvidable.

lunes, 8 de octubre de 2012

Belleza

Muchas veces había pensado que lo que nos hacía distintos como especie era nuestra inclinación a lo inútil, entendiendo esto como lo no estrictamente necesario para la supervivencia. Nuestro empleo de tiempo y esfuerzos en aquello que puede ser perfectamente prescindible. Desde las fascinantes pinturas rupestres hasta los cuadros más hermosos de los más diversos estilos. Desde los pequeños adornos personales prehistóricos hasta la sofisticación extrema de la alta costura actual. Desde las piezas de cerámica y orfebrería, hasta los grandes palacios y edificaciones. Desde la composición de pequeños poemas y cuentos hasta los libros más complejos. Desde la minúscula cancioncilla popular a la más grandiosa de las óperas o sinfonías. 

La experiencia y el paso del tiempo, sin embargo, han ido moldeando mis ideas. Si alguien me pregunta hoy por la característica más importante del ser humano, por esa nota diferenciadora con respecto al resto de las especies animales, yo respondería con una sola palabra: belleza. La capacidad de experimentar conmoción y estremecimiento que nos produce lo bello son verdaderamente inefables. Las sensaciones, ora de serenidad, ora de arrebato voluptuoso, que acompañan la contemplación de lo que consideramos hermoso son sin duda nuestra característica singular. Pero a mí me importa más si cabe nuestra habilidad (de unos más que otros, bien es cierto) para crear y para transmitir la belleza, para hacer partícipes a los que nos rodean de que algo es bello. Esa triple vertiente de apreciación, creación y transmisión de la belleza, en el grado alcanzado por el ser humano, es potestad única de nuestra especie. 

El arte sería el paradigma de lo inútil pero aparentemente imprescindible para el hombre, a tenor de lo que observamos. Nos sentimos casi conminados por el destino a crear objetos que van más allá de la utilidad y que dan sin duda contenido al concepto estético. Lo verdaderamente importante en ese ejercicio humano es el revestimiento, la forma. El fondo, el contenido, puede llegar a ser importante por su utilidad como observación experimental, pero ello puede ser alcanzado en mayor o menor medida por algunas especies superiores de primates o algunos mamíferos marinos. El ornamento, el mensaje de belleza que acompaña a los más grandes monumentos intelectuales de la humanidad (y aquí incluyo los manuales, por supuesto) es lo que verdaderamente los eleva a tal categoría. El tema de una gran ópera puede ser trivial o banal como la mayoría de los de las clásicas lo son. Es su envoltorio dramático y musical lo que la hace eterna. Es esa sensibilidad transmitida siempre de forma distinta por cada intérprete la que la sublima. La historia de una novela puede ser insustancial pero la elegancia, el encanto de su prosa la puede convertir en bella. La escena de un cuadro o una fotografía, el argumento de una película pueden ser irrelevantes y, sin embargo, la mirada del artista los convierte en verdaderas experiencias gozosas para el espectador. Yo he sido tan afortunado que he podido contemplar en vivo bellezas naturales como el Cañón del Colorado pero he de reconocer que en gran medida me parecen más admirables algunas fotografías o películas del mismo que su mera contemplación directa. Puedo decir  que prefiero las intervenciones de César Manrique en su tierra que la propia isla de Lanzarote. Puedo decir que yo que soy inexcusablemente heterosexual encuentro más bello el cuerpo masculino que el femenino tras la contemplación de las arrebatadoras esculturas de la Grecia clásica. Es esa interpretación humana lo que convierte en bellos los objetos tanto tangibles como intangibles. Es esa comprensión, esa creación, esa comunicación de la belleza lo que nos hace humanos.

Pero es que el asunto no acaba ahí. La belleza no es exclusiva del arte. La mera contemplación y comprensión de la naturaleza, tanto animada como inanimada, tanto de la Tierra como del Cosmos, nos ha resultado sobrecogedora desde los albores de la humanidad. Y ello no ha sido por su interés evidente para la mejora de nuestras condiciones de vida, no. Ello ha sido también movido por una búsqueda impenitente de la belleza. Puede que muchos no lo sepan, pero la emoción que supone comprender algunas conclusiones del álgebra o de la lógica matemática (ya le gustaría a uno conocerlo todo), entender cómo se genera la energía de una estrella o el efecto de sus campos magnéticos en la radiación que proviene de ella, acercarse mínimamente a las leyes de la genética o siquiera sospechar las razones que hacen a una disolución exotérmica y no endotérmica, es verdaderamente una emoción estética en toda regla. Puede que muchos no lo sepan, pero en lo más básico la física teórica no es sino una búsqueda de conservación y rotura de simetrías. Puede que muchos no lo sepan, pero uno puede llegar a darse cuenta de que una ecuación no ha sido resuelta de forma correcta simplemente porque el resultado no mantiene ciertas  propiedades de simetría puramente formal. Increíble: sólo lo bello puede ser cierto en el universo de los humanos. Y sí, si esos humanos que hacen Ciencia persiguen lo mismo y utilizan lo mismo que los que dedican sus esfuerzos al arte, podemos comprender de forma palmaria la futilidad de calificativos diferenciadores como "de letras" y "de ciencias"; se nos hace evidente la ignorancia que esconde calificar de "Humanidades" todas esas disciplinas artísticas por contraposición a la ciencia. Puede haber cosas útiles y bellas. Lo que nos distingue a los humanos no es lo inútil, lo que nos hace singulares es la belleza. Puede que otras especies a su modo también transmitan belleza. Mi ignorancia en materia de etología me impide conocerlo, pero, en caso de ser cierto, ello no será sino una bella muestra más de la evolución.


jueves, 5 de julio de 2012

Todo artificial, nada natural

Un compañero decía hace poco que debía ser todavía joven porque mantiene su capacidad de asombro. A mí debe pasarme lo mismo. Es más, debo estar hecho un chiquillo. Hay tantas cosas que suscitan mi estupefacción que por eso titulé este blog "Y yo me pregunto". No dejo de hacerlo. Incluso el número de preguntas aumenta con la edad. ¿Cómo es posible que lo que a mí me resulta como poco cuestionable no parezca digno del más mínimo análisis por la mayoría de la gente? ¿Cómo se entiende que personas inteligentes, incluso más que la media, acepten como indiscutibles dogmas que no tienen ni pies ni cabeza? Y no hablo de religión, no. Eso tiene capítulo aparte. Me refiero a cuestiones tan cotidianas y tan aparentemente normales como la pretendida equivalencia entre lo natural y lo bueno. No se sabe muy bien si la implicación directa es sencilla, "si algo es natural, entonces es bueno", o si es doble, "algo es natural si y sólo si es bueno". Aunque esta segunda opción parezca exagerada para lo que entiende el normal de los mortales, existen numerosas ocasiones en las que implícitamente (y a lo mejor pese a la ignorancia del que la utiliza) se da a entender que ése es el caso. 

Pero admitamos la implicación sencilla. Lo primero que uno debe decir es que la premisa es cuanto menos discutible. Cualquiera de nosotros podría enumerar una larga lista de productos naturales no ya inocuos sino definitivamente nocivos: ¿qué me dicen de la ponzoña y veneno de ciertas serpientes y arácnidos?, ¿qué del gas metano que producen las ventosidades de los mamíferos y la putrefacción anaeróbica de plantas? Desde luego, no podemos hablar maravillas de los huracanes, tornados, terremotos, maremotos y demás desastres naturales. Puede que muchos de Vds. me digan que no es eso lo que se pretende decir cuando se equipara lo natural con lo bueno. Pero lo que más insulta la inteligencia es que, en un alarde de ignorancia supina, se violenten las normas más elementales de la lógica y se concluya, como se hace en numerosas ocasiones, que lo que no es natural es malo. ¡Hombre! Si la premisa fuera cierta, que ya hemos visto que no lo es, sólo se podría concluir a partir de ella que lo que no es bueno, entonces no es natural. Y claro, obtenemos una sentencia tan falaz como la primera. Para decir que lo no natural no es bueno, habría que admitir la doble implicación que nos llevaría evidentemente a un absurdo porque todos podemos identificar cosas no naturales que son esencialmente buenas.

Supuestamente, al ser más natural, un tomate que se ha cultivado sin la ayuda de agentes químicos es más sano que otro que se ha producido convencionalmente. Puede que sea verdad, que sí, que el sabor no llegue a ser el mismo porque de él no se haya preocupado suficientemente la ciencia, pero no me va a convencer nadie de que sin ciencia, sin química, más de uno de nosotros ni siquiera habría degustado un tomate de esos tan malos y que concitan todos los peligros del mundo para la salud. Por favor, cesen la desfachatez generalizada. No ha habido mayor y mejor contribución a la pervivencia del género humano que la proporcionada por la química. Una ciencia que fue capaz de conjurar las agoreras predicciones maltusianas que, simplemente, ignoraban la capacidad del ser humano para producir cosas artificiales (no naturales), para superar y dominar a la naturaleza de forma útil para la especie. Y es que desde que disponemos de medicamentos (pura química) como los antibióticos y otra gran lista de avances, entre los  que sin duda se encuentran los coadyuvantes químicos de la agricultura, el ser humano ha más que duplicado su esperanza de vida. ¿Me van a decir a mí que debo renunciar a esos tratamientos médicos para nada más que utilizar hierbajos y demás zarandajas por recomendación del primer indocumentado que se me acerque? ¿Me van a decir a mí que no debo comer productos que hayan sufrido un mínimo proceso industrial? Pero lo que también irrita es que esa posturas de la nueva religión ecológica vengan con el abanderamiento de supuestos progresistas. Es muchísimo más progre y más cool acudir en bicicleta a la huerta ecológica donde se produce sólo para los pocos que se pueden permitir ese viaje bucólico y moderno y pueden pagar consiguientemente precios que no están al alcance de los consumidores de supermercados de mayorías. Es muchísimo mejor, no lo voy a negar, el jamón ibérico de bellota que el de recebo o el de cebo, y no digamos que los plebeyos que ni siquiera llevan la etiqueta ibérica; pero gracias a los piensos compuestos, que han contribuido de forma "antinatural" al crecimiento de todos menos los primeros, el grueso de los ciudadanos de la piel de toro puede acceder a comer jamón. Así es que, por favor, dejen también las etiquetas de progrerío de tres al cuarto. Por mucho que duela, la agricultura ecológica es elitista y, por tanto, esencialmente antidemocrática. No me entiendan mal, este último adjetivo no es equivalente a perseguible, ni mucho menos. No pongan en mi boca algo que yo no digo. Sólamente digo que si hay que luchar por el bien de las mayorías, flaco favor se hace denostando la agricultura convencional y "no ecológica". Es maravilloso que se promueva lo ecológico para que, poco a poco, con el aporte artificial de la materia gris humana, logremos productos cada vez de mayor calidad y que puedan alcanzar la despensa de cuantos más mejor. Pero en ese mismo instante, dicha agricultura dejará de merecer el calificativo de natural, porque artificial es lo hecho por mano o arte del ser humano. De hecho, si un agricultor decide utilizar ciertos insectos depredadores en vez de pesticidas puede que mejore la calidad del producto, pero desde luego no se puede calificar de natural a ese proceso: se ha modificado artificialmente el ecosistema. 

Por eso me duelen posturas tan aparentemente bienintencionadas como la del anuncio del ínclito Punset sobre el pan de molde "todo natural, nada artificial".* Y tal anuncio lo hace la persona que ha conseguido un mínimo interés por la ciencia en general en un país como España tan yermo en consideraciones científicas. ¡Qué pena! ¡Qué oportunidad perdida para haber puesto los puntos sobre las íes! Para explicar bien alto y claro que lo único que se esconde bajo esa supuesta naturalidad es el (legítimo por otra parte) interés económico de una empresa que quiere hacer más dinero con las tendencias más actuales. Pero esa búsqueda de beneficios no se ha de hacer aparentando un prestigio prestado por la ciencia. Sobre todo cuando el supuesto científico no es tal sino mero divulgador. ¡Qué estafa mayúscula! Señor mío, ¿habrá algo más artificial que el pan Bimbo? Y con esto no digo que sea malo. En absoluto. Yo lo consumo de vez en cuando y, además, posee propiedades encomiables para la vida de hoy en día. Mañana, sin ir más lejos, hemos de hacer un largo viaje en coche. Llevaremos de este pan portentoso que no pierde esponjosidad desde que preparemos esta tarde los emparedados hasta que los consumamos veinticuatro horas más tarde. Pero si es que el pan de toda la vida es también artificial, amigos míos. ¡Qué obra humana tan fascinante que ha permitido concebir la fabricación de la harina a partir del cereal, su amasado con agua, su fermentación con levadura y su horneado final! Que no nos engañen. Hay cosas buenas y cosas malas, pero tanto artificiales como naturales. De hecho, como tengo una poderosa confianza en el ser humano y en sus capacidades de avance y progreso, casi me inclino, si Vds. me ponen en el brete, por lo artificial. Si ha pasado por procesos de la materia gris, los productos tienen para mí un marchamo de crédito añadido. Es que a mí, si me quitan el E-250 y el H-325 (por poner algo inventado), la comida no me sabe a nada.  Yo, al contrario que Punset, prefiero todo artificial, nada natural.


Digo bienintencionado porque parece que este señor dedica sus beneficios en la campaña a una fundación benéfica. 

martes, 12 de junio de 2012

Cántabros, California, vinos y Philip Roth

Hoy es uno de aquellos jueves que en nuestra niñez brillaban más que el Sol; es día del Corpus. Esto ya no es como antes, sin embargo. La fecha se le escapa al común de los españolitos de a pie, excepto si vive en una de esas (privilegiadas por otra parte) ciudades como Granada o Toledo en las que la tradición sigue mandando y permanece la fiesta local. Aunque estoy decididamente en contra de las fiestas en medio de la semana (algún siglo de estos se pondrán en lunes o viernes como se hace en los países decentes y productivos, con independencia de nostalgias atávicas), he de reconocer que un parón así, a dos días del fin de semana, resulta gratificante y placentero. No todos esos días, no todos los domingos puedo (los sábados siempre tienen ajetreo), pero hoy es de los que me he permitido entregarme a esa perezosa y gozosa indolencia de, por un lado, dejarme llevar por las agujas del reloj; por el otro, abrir el periódico, escuchar la radio, e incluso hacerlo a la vez con la inestimable ayuda de mi adorado iPad. Algún día tengo que escribir algo así como una oda a ese cacharro maravilloso. Incluso me permite el lujo de cambiar con un golpe de dedo de la radio a la música cuando paso del afeitado meticuloso, exhaustivo, pero que me permite escuchar, a la ducha que tan sólo me concede oír debido al repiqueteo perturbador del agua. (Algún otro día también debo escribir algo así como una elegía al verbo oír, que parece haber pasado a mejor vida en los medios de comunicación y con ellos, y por ellos, en la conversación de todos los días).

Tiendo a divagar. Está claro. Todos los que me hayan leído, todos los que me conocen lo saben. Pero es que, como he dicho, hoy es uno de esos días en que la navegación sin rumbo es mi deporte preferido. De hecho, mi intención al levantarme era haber enfocado este artículo de hoy a otro tema —hay un par de ellos que vengo barruntando desde hace tiempo— pero la inmediatez de la noticia, que dirían los periodistas, me ha hecho cambiar de motivación. Hoy mi atención se ha orientado hacia dos hechos dispares pero que por algún curioso mecanismo químico en mi cerebro han provocado el salto de la chispa, la evocación absorbente de momentos sencillos y a la vez plenos, de personas cercanas, unas también geográficamente, otras no tanto. El primero de ellos ha sido el fallecimiento de Manolo Preciado, ese campechano y valiente entrenador de fútbol que no tenía pelos en la lengua y a quien no le dolían prendas para expresar su opinión con independencia de las consecuencias. La gente franca, clara, insobornable, merece todos mis respetos. No soy futbolero, pero este hombre me caía bien. Si me he acercado en los últimos tiempos a este mundo ha sido en gran medida por mi hijo; quién más cercano que un hijo. Y es seguramente a él, a mi hijo, a quien ha podido afectarle más: para él, el universo futbolístico es un valor en sí mismo; es de esas personas —muchas— que gravitan alrededor de esa esferita sin apenas masa para merecer tal gravitación, pero cuyo poder de seducción es evidente porque desata otra verdadera fuerza de la naturaleza. Gracias a él, a mi hijo, me he dejado perturbar más o menos parcialmente por esa fuerza y he aprendido incluso a apreciar la belleza que, ahora sí, sin duda, sé que tiene ese deporte. Pero vuelvo a Preciado porque lo que en realidad me ha conmovido en torno a la noticia de su fallecimiento es la semblanza que han hecho de él los periodistas y los comentarios con que lo han añorado públicamente sus amigos.

El otro acontecimiento en los medios se conoció ayer, pero hoy todavía resuenan, y mucho, los ecos del nombramiento de Philip Roth como Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Para mí ha significado muchísimo este reconocimiento tan merecido. Ha sido como si el premio recayera en alguien cercano, casi familiar, porque así me hace sentir la lectura de sus novelas lúcidas, a veces descarnadas, siempre reales, verdaderas, centradas, universalmente locales, localmente universales. Resulta soberbio comprobar hasta qué punto ese Newark judío y de clase media baja de los años cuarenta puede tener semejanzas con la Cartagena nacional-católica y de clase media baja de mi niñez. Esa universalidad sólo la consiguen los grandes y, sin duda, Roth es uno de ellos. Casi me dejaría tentar por calificarlo de el mejor o uno de los mejores escritores vivos, con ese entusiasmo con el que me lo presentó mi buen amigo Basilio; con el mismo entusiasmo con el que yo, en charletas de café, lo he calificado muchas veces; con la misma fruición con la que mi mujer y yo hemos comentado las sensaciones que nos han producido sus novelas. Pero parece que por escrito uno debe refrenarse un poco y reprimir la vehemencia. Lo que sí está claro es que puedo decir alto y claro los excelente momentos que Roth (y su maravilloso traductor, Jordi Fibla) me hace pasar.


También parece claro lo poco que solemos apreciar la recomendación de un buen libro, una buena película o un buen disco. O mejor, lo poco que nos acordamos de quien nos los recomienda. Yo, sin embargo, sí me acuerdo de que fue Basilio (otro cántabro como Preciado) quien provocó esta verdadera revolución en mí. Ya nada será igual después de leer a Roth. Y recuerdo con exactitud el momento y el lugar. Serían las once de la noche en la penumbra de un bar medio chic de vinos en El Camino Real de Menlo Park, en California. Tenía que ser un buen bar de vinos porque estábamos con Valentín, naturalmente. Tres españolitos invitados a la Universidad de Stanford, en la otra esquina del mundo, para hablar de transporte de radiación polarizada y de medida de campos magnéticos solares. Y a disfrutar un poco de la amistad. Nada menos. Y nada más. Me viene a la memoria ese rato, después de cenar (de la cena no me acuerdo), en el que comenzamos ritualmente por la excitación de Valentín ante la contemplación de los muchos y buenos vinos que allí había y que continuamos reposadamente bañados por la luz mortecina y umbrosa del local, mecidos por una casi imperceptible música (¿era jazz?; no lo sé; sólo la oíamos apenas, no la escuchábamos), embriagados por los aromas y el paladar gustoso de los Zinfandel y Syrah (o Shiraz como les gusta escribir a los californianos). Hablando del trabajo, cómo no. De los colegas: criticando a más de uno, naturalmente. Regodeándonos en ese único premio que nos concedemos y que nos motiva a los científicos: la vanidad. Cuando se está entre amigos que a la vez son colegas es cuando uno se puede entregar con mayor comodidad a ese deporte, más propio de abuelas, de regalarse el oído con lo bien que hace uno las cosas. Qué dulces momentos. Pero cuando esos amigos son más, también hay oportunidad para hablar de todo, de mujeres —claro, siempre—, de vinos —por supuesto— y de libros. Y así aprender, sentir, disfrutar, compartir. ¿Qué mejor ocasión para que le hablen a uno apasionadamente de la estructura molecular de los taninos de este vino u otro o de la preclara visión del mundo del nuevo Premio Príncipe de Asturias?


miércoles, 2 de mayo de 2012

La marcha

Te fuiste casi sin avisar, casi sin que nos diéramos cuenta, casi evitando cualquier reacción por nuestra parte. Te fuiste con el silencio humilde y sencillo de los que lo dan todo sin ruidos ni alharacas, de los que centran su felicidad en la de los demás; por pura frustración propia, puede que también, pero por sublime generosidad sin lugar a dudas. Marchaste con la añoranza de lo que nunca pudo ser, pero con la alegría del deber cumplido en los otros, en tus verdaderos objetivos, en tu palmario orgullo. Porque sí, tu supervivencia éramos nosotros y así lo vivías, lo presumías y hasta lo arrojabas como arma defensiva contra los que te humillaban, contra los que te oprimían. Aquéllos a quienes la deuda de lealtad te mantenía ligado y de quienes el temor de la incertidumbre te impedía abandonar. Cuántas cosas habrías hecho de no haber sido ciertas tus circunstancias, cuántos peldaños habrías subido. Y sin embargo, esa lealtad en ti era absoluta, objetivo pleno, único, justificador de una vida, tesoro que nos inculcaste, que demostrabas a cada momento, que te hacía gigante, más hombre, más admirable y que al mismo tiempo te sujetaba y te impedía abandonarte en el descanso que todo ser humano merece en algún momento. Lealtad para con tu familia y tus amigos. Lealtad para con los que te habían hecho algún bien, incluso cuando no lo hacían tanto. Lealtad a unos principios incluso cuando el tamiz de la razón, el paso del tiempo, o las discusiones con nosotros te los hacían relativizar o poner en tela de juicio. Lealtad que podía aherrojarte pero que acompañabas de una gallarda altivez que te ofrecía la hombría de la libertad para no vivir arrodillado.


Te fuiste sin que pudiéramos tener todas las conversaciones que hemos tenido después, en tu ausencia. Sin que yo tuviera la oportunidad de contarte cara a cara cómo aquélla vez, prematura, en que me preguntaste por la paternidad y te dije que sí, que te entendía, en realidad ejercité lo que creí una mentira piadosa y era una imperdonable ignorancia. Cómo iba yo a imaginar todo lo que encerrabas en aquella pregunta. Cómo iba yo a entender la generosidad de tus sentimientos mucho antes de que yo alcanzara relativamente la mitad. Pero sí, llegó el día y no te lo he dicho después suficientes veces porque necesito repetirlo y recordarlo y revivir esos momentos en que vives con tus hijos, en que vives por tus hijos y vives de que tus hijos te enseñen y te devuelvan centuplicado lo que has intentado ofrecerles algún día.


Te fuiste, sí, y si no lo hubieras hecho, a lo mejor ahora, por culpa de la cruda realidad del día a día, matizaría mis juicios poniendo en el otro platillo de la balanza algunas pesas que sin duda existían y entorpecían tus relaciones con los tuyos. A lo mejor ahora hablaría de que aquellas lealtad y orgullo podían llegar a convertir en vicio lo que en principio era virtud. A lo mejor ahora te recordaba otras características no tan maravillosas pero igualmente humanas que sin duda poseías. Pero no me da la gana. Si en algo tenías que salir favorecido por perdernos tan pronto, por dejarnos temprano sin tu cálida presencia, sin tu generosa sonrisa, sin tu abnegada escucha, es precisamente en eso, en hacerte gigante a mis ojos, en servirme de espejo en la vida. Gracias, papá, por enseñarme a ser hombre.

martes, 20 de marzo de 2012

Leyes

Tenía que pasar. Quería haber escrito algo distinto antes, pero no me ha dado tiempo. Han pasado, inexorables, tres meses aproximados y comienza una nueva estación. Y con ella se vuelven a oír, pertinaces, las voces de los periodistas proclamando el inicio oficial, en este caso de la primavera, acompañando la noticia con la hora más o menos exacta. Ustedes dirán que soy exagerado, pero a mí ese epíteto de oficialidad me molesta sobremanera. Sinceramente pienso que esconde la ignorancia no sólo de los periodistas, sino del común de los mortales de lo que sucede en realidad. Parece como que algún gobierno o político concreto (¿el Ministro de Medio Ambiente?) se entretiene en decretar cada tres meses el cambio de estación, y además a una hora caprichosa. Pues no, oiga, se trata de un fenómeno bien sencillo y natural: ayer, nuestro planeta Tierra se encontró a esa hora exactamente en uno de los dos puntos de corte (equinoccios) de su órbita de traslación alrededor del Sol, en el plano de la eclíptica, con el plano del ecuador celeste. Poco me importa la hora concreta puesto que puedo consultarla siempre que haga falta.

Yo me pregunto cuándo un hecho tan elemental, y de hecho fundamental para nuestra vida, como los movimientos básicos del Sol y de la Tierra alrededor de él son considerados cultura general. Sí, al igual que nos creemos en la obligación de saber quién es Cervantes, o Shakespeare, o Molière, o Goethe y nombrar al menos alguna de sus obras. Sí, al igual que no debemos extrañarnos cuando nos hablan de Mozart, de Bethoven o de Falla. Sí, al igual que debemos saber que América se descubrió en 1492 por un tal... ¡Uhm! no me acuerdo del nombre. 

Todavía recuerdo cuando, hace ya algunos años, un periodista "examinó" al Presidente del Gobierno Zapatero preguntándole por las fechas de la revolución francesa y de la declaración de independencia americana. Él respondió con solvencia que 1789 y 1776, respectivamente (yo acabo de consultar esta última, todo hay que decirlo). Y todos tan contentos. ¡Qué cultura general tiene nuestro presidente! Yo no estaría tan seguro si la claridad de ideas hubiera sido la misma (ojalá sí) de haberle preguntado por las estaciones astronómicas. Pero, claro, para eso, quien preguntaba debía tener idea al menos de lo que preguntaba. Y es que para mayor escarnio de los periodistas que creen oficiales lo que son leyes naturales, ayer precisamente ellos se hacían eco de que, por primera vez, se había podido comprobar en un poblado íbero de la provincia de Jaén, recientemente descubierto, cómo los rayos del sol naciente, el día del equinoccio de primavera, iluminaban la figurilla de una deidad. Esto es, ¡nuestros antepasados prehistóricos tenían mayores conocimientos básicos que el ciudadano medio de hoy en día! Claro que a lo mejor entonces pensaban que era el brujo de la tribu -el ministro de turno- quien decretaba que el Sol apareciera por donde aparece.

Yo deseo dejar de oír y de leer el adjetivo oficial y su adverbio terminado en mente acompañando el anuncio del comienzo de las nuevas estaciones. Si no, la próxima vez que se me caiga un vaso y se me rompa, me veré obligado a pedir responsabilidad civil a quien se le haya ocurrido decretar oficialmente la ley de la gravedad. Si alguien me encandila conduciendo y tengo un accidente, el responsable no será sino el gobierno que promulga las leyes de Maxwell. Y cuando limpie mi piscina con el limpiafondos y vea que la pértiga se dobla al introducirse en el agua, pensaré que Snell, el descubridor de la ley de refracción de la luz, es el nombre de algún ministro de la misma forma que el apellido Sinde acompaña a la ley sobre la piratería informática.

sábado, 10 de marzo de 2012

Neutrinos y dragones

Hace poco que hemos tenido noticia de dos acontecimientos aparentemente inconexos pero que yo quiero vincular por su carácter contrapuesto. Se trata del comienzo del nuevo año chino, el año del dragón, y del descubrimiento de un error en el experimento que ha hecho a los científicos de la colaboración OPERA desdecirse de sus conclusiones acerca de la velocidad superlumínica de los neutrinos.

En los reportajes e informaciones acerca del primero casi se visualizaba el esbozo de sonrisa de los narradores, aunque lo fueran en papel, cuando relataban las múltiples repercusiones que las creencias populares chinas sobre la fortuna aparejada a la égida del dragón sobre los seres humanos. Aparentemente, la superstición está tan arraigada que se planifican todo tipo de acontecimientos, incluidos nacimientos para que estén bajo el influjo del signo del dragón. Estoy convencido de que, igualmente, al lector medio se le contagiaba esa sonrisa condescendiente de los periodistas. A un lector medio a quien, sin embargo, no produce el mismo efecto toda la retahíla de cultos religiosos que no tienen lugar en la China sino aquí, en occidente, con el mismo conjunto de asideros intelectuales (esto es ninguno) a lo intangible y lo sobrenatural. Aunque no practiquemos tales cultos, el consenso político de nuestras sociedades ha conducido al reconocimiento de la libertad religiosa y las actividades relacionadas con la religión son comunes y aceptadas. Pero no es sólo eso, sino que en muchas culturas lo religioso posee un valor intrínseco. Por ejemplo, a ningún aspirante a la Casa Blanca se le ocurriría manifestar su ateísmo a no ser que sufriera de peligrosas inclinaciones suicidas. Ni a ningún Presidente del Gobierno español se le ocurriría negar un puesto preeminente al alto clero en innumerables ocasiones o incluso declinar la asistencia a las múltiples celebraciones religiosas a las que se ve literalmente obligado a asistir. 

Y yo me pregunto, ¿también habremos de reconocer el derecho a la libertad supersticiosa? ¿Es distinta de la religiosa, o ambas encierran la misma pobreza de espíritu de unos seres humanos que ante la incapacidad de comprender el Universo atribuyen poderes sobrenaturales a seres inasequibles, eternos e indemostrables? ¿Cuál es la razón del sosiego que producen esas creencias? ¿Cómo es posible que dar por cierto lo que escapa a nuestro entendimiento no produzca vértigo intelectual y la mayor de las intranquilidades? ¿Por qué no somos capaces los seres humanos de decir en algún momento "no comprendo"? ¿No es mucho más honrado con uno mismo y con los demás que afirmar hechos sin fundamento? ¿Por qué no intentamos reducir el peso cultural de la creencia e intentamos volcarlo en el conocimiento? Conocimiento y creencia son antitéticos en el sentido de que para creer se precisa no saber por no tener constancia fehaciente. La búsqueda de ese conocimiento sí que es una noble tarea y para ella existen numerosas vías, pero Vd., lector, permitirá que exprese mi preferencia por la que proporciona la ciencia. Ésta nos dota con un método para proceder, con unas pautas y reglas claras que permiten dilucidar lo que es correcto de lo que es incorrecto y además con qué niveles de incertidumbre. No deja de ser ese asidero intelectual con que soslayar el vértigo de lo desconocido, de lo no comprendido, de lo especulativo, sin necesidad de darlo por válido. Y eso se puede explicar fundamentalmente con una palabra: falsabilidad; esto es, la libre disposición a que se aporten pruebas acerca de la posible falsedad de una teoría. Esa ciencia siempre dispuesta a la confrontación racional es la que ha aumentado el conocimiento de nuestra especie de forma exponencial y la que ha conjurado no pocas visiones apocalípticas supersticiosas (religiosas) a lo largo de la historia.

Esa misma ciencia es la protagonista del segundo acontecimiento que nos ocupa hoy: el hecho de que los científicos han encontrado fuentes de fallo que podrían invalidar sus conclusiones (unas conclusiones que falsaban un postulado fundamental de la física). Lo que a mí me vinculó ambos acontecimientos fue precisamente que la locutora de radio a la que oí esta segunda noticia también dejaba traslucir una sonrisa condescendiente y un mensaje bastante claro: "No vamos a poder saber qué creer de estos científicos, ni cuándo". Porque claro, el panorama que había dibujado dicha periodista ante el resultado ahora puesto en tela de juicio era verdaderamente efectista como tanto gusta a ciertos profesionales; algo así como que si los neutrinos viajaban más rápido que la luz, los pilares de la Física se derrumbaban. Hombre, es cierto que la trascendencia de tal hecho, de haberse verificado finalmente, sería demoledora, pero ni los neutrinos son Sansón, ni la Física es el templo de los filisteos. De hecho, la constancia de la velocidad de la luz en cualquier sistema de referencia y su carácter de velocidad máxima son un postulado en el que Einstein basa toda su teoría de la Relatividad Restringida y con ella, como consecuencia, de la Relatividad General. La prevalencia  de las predicciones de la teoría en los numerosos experimentos que se han llevado a cabo desde su publicación en numerosos ámbitos, desde lo microscópico hasta lo astronómico, han dotado de una robustez formidable a ese postulado. Pero ciencia no es dogma y, por tanto, está sujeta a escrutinio y eventual cambio. De hecho, la mecánica newtoniana mostró una robustez similar durante siglos hasta los resultados de Einstein. Y lo que es más bello aún de la ciencia: la nueva teoría engloba a la antigua y mantiene su validez en su ámbito. ¡Si es que en nuestra vida diaria no necesitamos recurrir a la relatividad para comprender la mayoría de los fenómenos que observamos y nos basta con la mecánica de Newton! Si los neutrinos finalmente viajasen más rápido que la luz, verdaderamente se resentiría el edificio pero, precisamente, su robustez se ha demostrado con la constatación del error experimental. Y es que así debe ser en ciencia: el cotejo repetido y el examen minucioso deben prevaler ante el prejuicio y la creencia. Así que, señora periodista sí sabemos en qué y cuándo creer a los científicos: en nada y nunca. Lo mejor es aprender, es conocer, es, como ellos, someter al juicio de la razón todo lo observado y no creer que, en su primera acepción del diccionario de la RAE, significa "Tener por cierto algo que el entendimiento no alcanza o que no está comprobado o demostrado.". Ahora bien, si conocimiento puede ser antónimo de creencia en su primera acepción, también me parece muy urgente buscar el antónimo de la segunda acepción que tristemente permanece aún en el diccionario. Ello lo dejo para el lector interesado, si bien me permito recomendar a los académicos la contextualización de dicha segunda acepción, indicando para quiénes es válida. 

Claro que, en beneficio de mi periodista y de los crédulos chinos y de toda procedencia, he de decir que también los científicos están sujetos a veleidades dogmáticas. Más de uno se entrega con pasión a hablar a los medios con los tintes autosuficientes y efectistas de un predicador cargado de razón. Pero es que la ciencia la hacen los seres humanos y los seres humanos somos así: tanto los neutrinos como los dragones generan sacerdocio...

martes, 14 de febrero de 2012

Paisanaje

No lo puedo evitar. Soy pieza fácil de ese atavismo casi pueril que te hace sentir orgullo por la gente importante de tu tierra. Y además es que el sentimiento tiene el absoluto poder acomodaticio de servir a cualquier escala, ya sea europea (sí, también europea), nacional o ciudadana. Me dejo seducir por ese hormigueo gregario que me permite anotarme parte de su cuota de éxito. Es gratificante. Y gratis. Pero, sin duda, la intensidad de la emoción es inversamente proporcional a la superficie del ámbito geográfico. Por eso hoy he elegido a mi admirado paisano Pérez-Reverte. Quiero hacerle un pequeño homenaje, en el que mantener ese ínfimo mérito mío de haber nacido en la misma ciudad y haber estudiado en el mismo colegio. Me gustaría devolverle mínimamente los momentos de absoluto placer que me han proporcionado la práctica totalidad de sus novelas y, no en menor medida, sus artículos periodísticos. Esa finura, complejidad y contundencia del lenguaje lo sitúan, y él lo sabe, entre los grandes. Quizá sea ese conocimiento, esa vanidad la que a veces lo pierde, pero cómo acusar de vanidad al que edifica monumentos de su calibre. Está justificada, oiga.

Hoy leía su artículo sobre el hundimiento del crucero italiano y no me han sorprendido ni su lúcido juicio sobre la situación del capitán ni su valiente puesta en contexto, devastadora de los principios que hoy imperan y que tanto distan de conductas honrosas de otras épocas. O de éstas, porque me consta -así lo ha dicho- que él las ha presenciado, y yo también, en no pocas zonas y no menos situaciones. Comenzaba don Arturo (el don se lo merece como sus admirados don Francisco, don Miguel o don Félix) explicando cómo han transcurrido noventa y nueve años desde otra catástrofe náutica, la más famosa de la historia de los transatlánticos, la del Titanic, y cómo sólo la necedad, el desdén y la vileza pueden hacer olvidar el aprendizaje de hechos pretéritos e inducir el olvido de la propia responsabilidad.

No es ése el caso de mi paisano. Seguramente porque él sí ha sabido aprender de sus mayores. Porque él si ha atendido a los lamentos del canónigo frente al cura en el capítulo XLVIII del Quijote cuando se queja amargamente de lo que hoy llamaríamos "comedia basura". No ha atendido a un aviso de hace noventa y nueve años sino de hace cuatrocientos nueve. Si otros hicieran lo mismo, otro gallo nos cantaría. "Así que no está la falta en el vulgo, que pide disparates, sino en aquellos que no saben representar otra cosa." Con paso firme y con la progresión sostenida de los pura sangre, guiado por la más clásica de las tradiciones del folletín, de la novela por entregas, ha conseguido hacer gran literatura de una historia de aventuras en principio banal. Con trazo limpio, la silueta de Alatriste se ha ido dibujando y aun se perfila más cada nuevo episodio. Con un ritmo y una sabia urdimbre de los acontecimientos, el lector sólo puede sentirse subyugado y ansioso de que aparezca la nueva entrega. Incluso se permite el muy osado trufar el texto de alguna que otra pedantería (demasiado glauco y poco verde, don Arturo) que no conduce al desaliento del lector, sino que, por el contrario lo mantiene atento y ávido de aprender. Sólo los que manejan la lengua a su antojo y con sabiduría están capacitados para hacerlo.

Cuando únicamente había aparecido el primer Alatriste, el cual por cierto reconozco que me decepcionó un poco, en una de esas charlas de café con amigos, ante mi defensa apasionada de la literatura revertiana, un compañero acusó a nuestro autor de no haber sido capaz de crear un personaje de esos con mayúsculas. Aunque yo sostengo que no ello es necesario para ser grande, que lo importante es cómo se cuentan las cosas (qué delicia oír leyendo el acento mexicano de la reina del sur), no tanto qué se cuenta, ahí ya tiene mi compañero la respuesta y su crítica satisfecha. Y con creces. No sólo ha construido un personaje potente, de los de siempre, de los que se hacen independientes de su autor, sino que lo ha hecho con tres. Su antagonista ya está emergiendo del fácil maniqueísmo: Gualterio Malatesta comienza a dar señales de entrañable debilidad humana en El Puente de los Asesinos. Pero es que, el grado de madurez de Íñigo Balboa, ese vascongado de Oñate, que acompaña los pasos de su mentor, ha ido adquiriendo todos los tintes de otro grande de la ficción. 

Esta misma mañana también me he enterado de que esta visión del de Oñate me la ha pisado Francisco Rico. ¡Qué le vamos a hacer! Pero también me halaga coincidir con otro grande. Y es que no en vano los dos somos mediterráneos. Quien no encuentra paisanos ilustres es porque no quiere.

P.D.: Por cierto, Arturo, ¿puedo llamarte así, verdad? Aunque compruebo que tu ortografía ya se adapta a la última de la RAE, yo mantengo las tildes diacríticas que me enseñó algún colega del Hermano Severiano. Se me permite, ¿no?

lunes, 6 de febrero de 2012

Maestros (publicado en La opinión de Granada en 2005)

A lo largo de mi adolescencia y juventud libertarias pude llegar a leer numerosos textos idealistas y bellos como “La conquista del pan”, del príncipe Kropotkin, verdadera joya decimonónica del anarquismo utópico, hasta auténticos manuales pragmáticos como “Educación libertaria” (ustedes me perdonarán que no recuerde a sus dos autores; hace tanto tiempo…). Siempre recordaré el comienzo de este último librito: «Educar es manipular». El escalofrío que pudo llegar a sentir mi espíritu, repleto por aquel entonces de sinceros ideales, fue mayúsculo como pueden imaginar: dos señores de quienes yo esperaba las fuentes de la ortodoxia libertaria defendían como principal argumento para su tesis un procedimiento más próximo en principio a las prácticas dictatoriales que al establecimiento de una sociedad de “hombres buenos” voluntariamente decidida por sus propios miembros. Cuando la madurez y la experiencia me han hecho comprender tantas otras cosas, también me han permitido entender que aquél no era sino el reconocimiento honrado de un hecho inevitable: el maestro posee la capacidad libérrima y la responsabilidad magnífica no sólo de informar, sino de formar y hasta de conformar la personalidad de seres humanos que, casi literalmente, pasan por sus manos puesto que así lo disponemos los padres en un ejercicio de confianza máxima. Ya sea por acción o intención, ya por omisión o dejación, los maestros pueden entusiasmar o defraudar, aficionar o desinteresar, pueden en definitiva encauzar vocaciones o descarrilar intereses. Entiendo pues, ahora, esa manipulación que suscitaba mis juveniles escrúpulos: en una sola palabra se encierra el manido símil bíblico del ceramista y la arcilla; con todas sus diferencias (los sujetos no son sólo pacientes, ni existe un único “manipulador”), pero también con todas sus similitudes.

Estimular el espíritu crítico de los alumnos hasta cotas que puedan permitir a éstos trascender  incluso la propia opinión de los formadores es una tarea que se antoja ingrata pero sólo al que no la ha experimentado y se encuentra adocenado en la cómoda posición de la doctrina y la pereza intelectual. Acompañar el crecimiento y facultar la independencia de los individuos, transmitir la primera enseñanza que ha introducido la ciencia en la sociedad: la prevalencia de la razón frente al ostracismo de la credulidad, sembrar en los campos ubérrimos de mentes ávidas de conocimiento son tareas sólo parangonables con las de la paternidad y así las equiparaba un admirado compañero y querido amigo en un acto académico. La generosidad inherente a su trabajo es pocas veces apreciada, pero no por olvidada es menos notable. De las manos, de la palabra, de los gestos, del cariño de un profesor se alimentan en gran medida los alumnos. De esos ejercicios de entrenamiento aprendidos en la escuela o en la facultad surgen a veces las ideas brillantes, las curiosidades inquietas, el estado de permanente alerta frente a la sinrazón y a la vulgaridad, pero además también nacen el espíritu de constante aprendizaje, las ganas de adquirir conocimiento y virtudes de nuestros congéneres, las mejores vacunas contra el ostracismo y la indolencia. Los seres humanos sólo pueden ser libres cuando poseen la capacidad de juzgar lo que les es útil y lo que no, lo que perjudica al otro y lo que no, lo que es verdad de lo que les cuentan o les pretenden vender y lo que no. A ese proceso de adquisición de la libertad contribuye sin duda el maestro y a él corresponde gran parte del mérito, pero también le es exigible su cuota de culpa cuando por incumplimiento de su labor incita el desdén y la desgana, cuando confundiendo ciencia y conciencia no sabe enseñar y más que instruir dogmatiza, cuando equiparando razón y religión se obstina en hurtar a aquélla algo que ésta debe obtener en ámbitos no académicos. Poseer la singular influencia sobre las personas que un maestro posee es seguramente un privilegio pero a la vez la mayor de las responsabilidades. De su trabajo puede surgir la obra magnífica y también el aborto manifiesto.

Quizá la labor del maestro tenga que ver, más que con la tarea del ceramista, con la labor de un escultor que, como Miguel Ángel según la leyenda, se limitaba a «descubrir» a Moisés, a David o a La Piedad allá donde el bloque de mármol le aseguraba que estaban. Sé que soy muy exigente con los maestros pero ellos pueden dar eso y más. Ciertamente es una tarea de formidable esfuerzo pero entusiasmante y fértil. Sus beneficios y frutos no se pueden cuantificar en número pero su fertilidad es cualitativa y reconfortante. Otro compañero formulaba su más íntimo deseo: «que la de maestro sea la profesión más respetada del mundo». Sea, pues. Gracias Cari, José Luis, José Antonio, Vicente, Miguel, Francisco, Vicente, Pepe, Humberto, Agapito, José Antonio, Antonio… 

domingo, 5 de febrero de 2012

Precipitación

Hoy leo en El País un interesante artículo de opinión en el que se destaca la incongruencia de nuestra modernidad que antepone los medios al talento. Antes, alguien con algo que decir necesitaba un largo peregrinar por intermediarios para encontrar un medio de difusión de sus ideas que, en la mayoría de los casos, resultaba infructuoso. Hoy por el contrario, el ámbito de difusión es precursor de la idea. Medios como éste en el que empiezo se encuentran a disposición de cualquiera y, como consecuencia, se puede encontrar de todo, desde maravillosas reflexiones a banales opiniones a veces rayanas en la chabacanería. Se crea una disfunción difícilmente gestionable y que abarca desde los foros más intrascendentes hasta los medios de comunicación pretendidamente serios o que deben estar sujetos a controles con fundamento. Me viene a la memoria un comentario que leí, creo, a Francisco de Ayala en una entrevista -perdóneme don Francisco si no fue usted quien pronunció esas palabras- en el que venía a decir que uno de los errores de la universalización de la enseñanza había sido que, ahora, todo el mundo quiere ser escritor o, incluso, se considera como tal. Algo así como les hemos enseñado a leer y a escribir y ahora todos quieren ser escritores. Compartiendo el espíritu de la crítica mordaz, creo también compartir el íntimo significado que no tiene por qué ser considerado ni antidemocrático ni peyorativamente elitista: no todo tiene que evaluarse de la misma manera ni se le puede dar pábulo por igual a las opiniones de cualquiera. Ese mensaje, desde el punto de vista conceptual, seguro que es compartido por casi cualquier lector: no es lo mismo Rajoy que Rubalcaba; no es lo mismo un catedrático de lingüística comparada para opinar sobre Gramática que un ciudadano que apenas ha cursado los estudios básicos. Ahora bien, lo que a mí me produce perplejidad es que ese filtro que parece casi natural y que seguramente aplicamos todos al fondo no implique un respeto semejante por las formas, las cuales, prácticamente por ellas mismas, podrían servir en muchos casos para hacernos distinguir el crédito que merece su autor.

Ese problema desde luego no es igual en unos medios que en otros. Ciertamente, don Francisco, yo podría fácilmente caer en la categoría de los advenedizos. Pero es por eso por lo que el medio que utilizo es libre y, por tanto, no sujeto a control previo a la publicación; su atractivo tinte democrático lleva consigo el riesgo de que lo que yo diga pueda ofender no ya moralmente, sino incluso estéticamente, a los pocos lectores que barrunto tener. A ellos corresponde ponerme en mi lugar y a su escrutinio me someto. Lo que no me parece igual, sin embargo, es que profesionales de la palabra y la información se comporten con un grado de irreflexión e indolencia tanto conceptual como formal realmente grande y que escapen a los mínimos controles a que deberían estar sujetos en medios de comunicación serios. 

Ayer, también en El País, un artículo me llamó poderosamente la atención por su título y entradilla. No voy a referirme literalmente a ellos porque no vienen al caso. De hecho aparecen noticias y comentarios similares con frecuencia en éste y otros medios periodísticos. Diré, sin embargo, que se trataba de un comentario acerca de la sensación térmica que puede diferir, y de hecho lo hace, de la temperatura. Aparte de lo intrascendente, por común y experimentado casi por cualquier individuo, de la noticia, lo que llamó poderosamente mi atención fue la cuantificación. ¿Cómo se puede saber qué siente el ser humano medio a -20 ºC? Y lo que es más difícil, ¿cómo distinguirlo de lo que experimenta cuando la temperatura es de -18 o de -22 ºC? ¿Qué instrumento de medida capacita al (¿o era la?, no lo recuerdo) periodista para utilizar esas cifras con precisión repetitiva a lo largo del artículo? ¿No se le ha ocurrido ni a él (ella) ni a sus correctores y jefes que lo que es cierto cualitativamente no se puede sostener cuantitativamente, a no ser que se hagan las precisiones oportunas? Toda persona educada sabe que existen dispositivos denominados termómetros que miden una cantidad física denominada temperatura (con independencia de lo que tal magnitud signifique íntimamente para la Ciencia) y entiende que cuando esa cantidad es más pequeña solemos sentir más frío y cuando asciende sentimos más calor. Así, de forma cualitativa. También es común a cualquier ser humano el conocimiento de cómo esa sensación térmica varía cuando otras variables meteorológicas influyen en la comparación: no sentimos el mismo calor ni el mismo frío aun teniendo la misma temperatura en una ciudad húmeda que en otra seca (por cierto, también las personas educadas conocen unos dispositivos denominados higrómetros que miden la humedad); experimentamos calores y fríos distintos un día ventoso que otro calmo (y sí, también hay anemómetros que miden la velocidad del viento). Pero ¿cómo se mide la sensación térmica? y más aún, ¿la sensación térmica de quién?, ¿del ser humano medio, en qué franja de edad, sexo y otras características físicas? En mi casa somos cuatro y no sentimos por igual el frío y el calor, pero es que yo mismo tengo en estos momentos una sensación térmica de lo más confortable en la práctica totalidad de mi cuerpo, gracias a la calefacción de casa, y sin embargo tengo tanto las manos como los pies que bien se podría pensar se encuentran en el Círculo Polar Ártico.

Entonces, ¿qué? Pues simple y llanamente, que me rebelo contra un artículo absolutamente banal cuyo mensaje era de sentido común y que con él solo no habría tenido justificación, pero que se ha trufado de pretendida precisión cuantitativa, absolutamente injustificable, para darle sentido y cabida en un periódico serio. Semejante frivolidad se podría entender en bitácoras libres como ésta, pero no en medios como El País y escrita por un profesional del ramo. ¿No habría merecido la pena un mínimo análisis de lo que se pretendía contar para encontrar precipitado cualquier descripción como ésa con profusión de datos cuantitativos de sensación térmica? Hombre, cuando yo miro mi teléfono inteligente y me dicen que la temperatura es de X grados y que la sensación térmica es de Y, yo entiendo el mensaje cualitativamente, pero no se me ocurre darle pábulo cuantitativo. Pero es que, además, ¡el artículo comenzaba con un error tan burdo como confundir la conjugación del verbo asolar! Hablaba de la ola de frío que nos ha sobrevenido como si se tratara de un albañil que nos pone baldosas nuevas en la vivienda: asuela no es asola, oiga, aunque sus infinitivos sean idénticos. Una joya de precipitación, vamos, por no decir otra cosa.