lunes, 5 de mayo de 2014

¿Distintos? (Publicado en Granada Hoy el martes, 6 de mayo de 2014)

Por mucho que lo creáis, por mucho que os lo hayan hecho creer durante decenios, con vaivenes cíclicos, pero sobre todo en estos últimos años en los que vuestra supremacía va en aumento, no sois distintos. A pesar de vuestra tentación de sentiros elegidos por los dioses (a lo mejor los vuestros son también mejores que los del resto), de presentaros como la reserva de la seriedad y la fortaleza de la disciplina, de la organización y la primacía de la profesión ante las debilidades de los sentimientos —que sin duda se sitúan al sur—, después de todo no dejáis de ser humanos. Humanos con flaquezas y fortalezas, con aspiraciones y con frustraciones, con deseos y con olvidos, con éxitos y fracasos personales, con más o menos belleza, con más o menos talento, con más o menos audacia; a veces vigorosos y a veces abatidos, a veces circunspectos pero a veces entusiastas (aunque para esto necesitéis a menudo alguna que otra ayudita líquida). Vuestros instintos básicos son los mismos que los nuestros. Resulta casi enternecedor presenciar en vosotros actos que pensamos tan supuestamente nuestros como faltas de puntualidad o ligerezas en una cola, carencias de organización o tratar de escamotear los fallos con actitud casi pueril. Sí, también vosotros sois susceptibles de tamañas flaquezas. Y es que en el fondo sentimos lo mismo, pensamos igual y nos conmueven las mismas cosas (si no, nuestros amigos del otro lado del atlántico no tendrían el imperio audiovisual que poseen).


Y nosotros, por mucho que nos jactemos de nuestro estilo de vida, de nuestro sol y de nuestra alegría, bien haríamos en dejar de mirarnos al ombligo y pensar que vivimos en el mismísimo cogollo central del universo porque belleza arrebatadora la hay por doquier, porque ellos también hacen arte que suspende la respiración, porque sus mujeres también rebosan los almacenes con frivolidad, sus hombres también hacen el burro en los campos de fútbol y sus ricos también evaden impuestos. Bien haríamos en abandonar nuestra meta máxima de ganar más dinero con el mínimo trabajo y comprender que la eficiencia laboral es fundamental para nosotros y para el futuro de nuestros hijos. Bien haríamos en aprender a ser más limpios en la calle y en respetar a nuestros vecinos. Bien haríamos en comprender que si no contribuimos nosotros mal podemos exigir a los demás que lo hagan. Bien haríamos ellos y nosotros en aprender los unos de los otros y en percatarnos de que, en realidad, no somos tan distintos. A lo mejor entonces, a pesar de toda su diversidad, o mejor, gracias a ella, Europa comenzaba a ser lo que le corresponde en el mundo.

miércoles, 23 de abril de 2014

Adiós, Gabo (publicado en Granada Hoy el martes, 22 de abril de 2014)

Hay muchos hechos, pequeñas cosas, libros, piezas musicales, obras de arte, aprendizajes, conocimientos, monumentos científicos, amaneceres, atardeceres, cariños a personas y a cosas, soledades, éxitos, fracasos que conforman la historia de uno, que lo constituyen, que le dan forma como persona. Mi columna de hoy iba de otro asunto, pero no puede ser. Tendrá que aplazarse. Como ocurre con la gente a la que has querido mucho y con la que, tras un periodo de desencuentro, comprendes lo mucho que te importaba, que te importa, al oír hoy en la radio la necrológica, he comprendido lo desgarradora que fue tu marcha, Gabriel. Y digo fue porque hace tiempo que no podemos gozar de la fuerza de tus escritos, de la lucidez de tu sensibilidad, de tu honrada tozudez.

Y no fue ayer tarde cuando asaltó la noticia, sino esta mañana, en la soledad de una taza de café y radio, cuando he comprendido que debía escribirte para reconciliarme contigo, para volver a reconocerme fascinado con tus novelas que dejé de releer por enfado. Sí, enfado y rabia como los del adolescente desdeñado por su pareja cuando,  por puro azar, cayeron en mi mano unos pequeños cuentos de Truman Capote en los que, incluso en inglés, se podía presenciar, incluso palpar, ese universo tuyo, caribeño, latino, denso de humedades y recelos, de ansiedades, de hechos consabidos, supersticiones y destinos inevitables. No sé por qué, porque ni siquiera me he molestado en comprobarlo y he extraviado el libro, les atribuí el papel de fuente de tu obra. Tu mundo —que yo sentía casi como mío— no era tuyo, lo habías tomado prestado. El gigante que yo había conocido con fervor revolucionario adolescente en el Otoño del patriarca y que llegué a adorar con Cien años de soledad había copiado. Con ninguno de mis autores favoritos he llegado a ser tan duro ni he osado desdeñarlos. Quizá porque tú importabas más que el resto. Tú llegaste a ser más mito.


Y en el fondo, ¿qué más da? Luego he sabido que manifestabas admiración sin ambages por Capote. Además, a lo mejor era él quien trataba de ejercitarse a tu imagen con aquellos relatos. (Si fue así, he de decir que lo bordó como cuando Cela escribió Las nuevas aventuras del Lazarillo). No lo sé. Además, resulta irrelevante. Hoy soy consciente de que tus libros y tu universo son parte de lo que soy, de que me han ayudado a conocerme, a crecer. Ahora comprendo que solo a ti debo aquellos momentos maravillosos no solo de lectura sino de largas conversaciones con mi mujer. Ella, siempre más madura, siempre más templada, siempre más sensata, seguramente no te mitificó nunca, pero jamás ha abandonado tus lecturas. Gracias por hacerme compartirte con ella.

lunes, 7 de abril de 2014

Europa (publicado en Granada Hoy el martes, 8 de abril de 2014)

Cuando nos vendieron Europa, cuando decidieron que teníamos que entrar en Europa, yo albergaba todo tipo de dudas. Aquello era un dogma: o entrábamos en Europa o sucumbíamos como país en la ignominia, la miseria, la pobreza y el desdén de la comunidad internacional. A mí me chirriaba —nada es blanco ni negro; siempre hay grises— pero hubo que aceptarlo. Sin embargo, he de reconocer que con el paso de los años; con el reconocimiento profesional de nuestros colegas; con el cese de las típicas preguntas sobre los toros y la siesta por las que te veías obligado a sacudirte la caspa original, empecé a verle algo de sentido a esto de ser europeos. Ya no hacía falta cambiar divisas para cruzar el continente. Incluso en América te decían, “claro, ¡es que vosotros los europeos…!” como si todos viniéramos ungidos por el don de lenguas o el bálsamo beatífico de la protección social universal.

Y uno, débil, empezó a creérselo. Comenzó a ilusionarse en un futuro de prosperidad para sus hijos en el que las fronteras fueran cada vez más difusas, pero en el que, a la vez, la diversidad cultural heredada durante tantos siglos permaneciera como lo que es, una enorme riqueza común. En el que la alegría de vivir del sur contaminara al norte y en el que la eficacia y la eficiencia norteñas se infiltrara en latitudes meridionales. Pero claro, la dura realidad lo vacuna a uno con rotundidad y precisión. No podemos vivir en la nube ilusoria del espacio democrático más grande del mundo, porque en realidad no es más que el espacio demagógico más grande del mundo. Un continente en el que eufemismo se ha hecho dueño del discurso de los políticos y, lo que es peor, de los medios de comunicación. Un continente gobernado por unas élites que no se eligen por voto directo salvo por la población de sus respectivos estados, con lo que prevalece el interés de los estados y no el de los individuos. Un continente (que ni siquiera lo es) en el que los votos de toda la población solo alimentan un teatro, el parlamento, sin poder real efectivo por mucho que se desgañiten el puñado de miembros bienintencionados (que me consta los hay).


Y lo que más me duele: una Europa en la que si eres niña gitana te echan de Francia, si eres rumano o búlgaro te repatrían desde el Reino Unido, si estás parado, aunque seas (luxemburgués, si cabe), quieren expulsarte de Alemania y si eres negro africano y consigues eludir las concertinas o sobrevivir a ellas te devuelven a Marruecos sin siquiera identificarte. Oiga, a mí que me borren. O esto cambia o no quiero ser europeo.

martes, 25 de marzo de 2014

Yo pecador (publicado en Granada Hoy el martes, 25 de marzo de 2014)

Confieso que he sucumbido al moderno culto al cuerpo. Como tantos otros que poco a poco son legión, acudo asiduamente a la práctica pagana. Protegidos por doctas recomendaciones de facultativos (y no tanto) que nos bombardean con los pretendidos beneficios ya no celestiales sino terrenos para la salud, nos entregamos en cuerpo (seguro), pero casi también en alma, a la moderna religión cuyos templos son los gimnasios. El aire libre se sustituye torticeramente por la sala donde las secreciones epidérmicas y las moléculas ofensivas a la pituitaria se enseñorean del universo más urbano y más urgente. Todo sea por alcanzar el objetivo final: la victoria a la gravedad.

La piadosa frecuencia semanal se multiplica, telúrica, por tres o por cuatro; ¡incluso hay fieles que la multiplican por siete! No valen atajos. No sirven excusas. El sagrado precepto ha de cumplirse so pena de flaccideces aquí y allá, so pena de ominosos aumentos basculares. Esta nueva religión es cruel: las penas se cumplen en vida, no aguardan a periodos trascendentes; pero, supuestamente, los beneficios también se obtienen, endorfínicos, con efecto inmediato. Aquí es donde me surge la duda, donde cometo el pecado, porque mi fe se resquebraja sin asideros más fuertes que los —ya inexistentes— de obtener la gracia divina o los beneficios para el futuro paraíso. Una de dos: o mi hipotálamo y mi hipófisis están ligeramente atrofiados y no reaccionan en grado suficiente al ejercicio físico, aunque sí al resto de actividades que originan esos péptidos del placer, o hay más mito que realidad en la satisfacción obtenida tras el ejercicio físico, como en la promesa de la vida después de la muerte. Mayor placer encuentro yo en la contemplación de una gloriosa curva (que las hay en el gimnasio) o una casi imposible turgencia (que también) que en machacarme literalmente hasta casi la extenuación.

Después de todo, los terrenales profetas, mal que me pese, tienen razón y el ejercicio se me ha convertido en ventajas analíticas objetivas y medibles. Tendré que seguir practicando. Pero entre pedal y pedal, entre pesa y pesa, entre vaivenes y contoneos, se me ocurre que bien podría surgir otra nueva religión: la del culto a la ciencia y el conocimiento en la que sus fieles, igualmente reunidos por voluntad propia, pudieran ser recompensados con los placeres de la matemática y de la física, de la bioquímica y la genética, de la química y la cristalografía, de la arqueología y la historia. Claro está que ese peregrino deseo sí que es un manifiesto pecado.

http://www.granadahoy.com/article/opinion/1737106/yo/pecador.html

martes, 11 de marzo de 2014

La noche del cometa (publicado en Granada Hoy el martes, 11 de marzo de 2014)


Hace veintiocho años, durante la noche del 13 al 14 de marzo de 1986, un buen puñado de científicos e ingenieros se reunieron en Darmstadt, Alemania, en ESOC, el centro de operaciones de la agencia espacial europea, ESA. Iban a presenciar el encuentro de la sonda europea Giotto con el cometa Halley, posiblemente el cometa más famoso del mundo, ese que Giotto di Bondone —el famoso pintor italiano— tras observarlo en persona en 1301, identificara como la estrella de Belén, en su cuadro Adoración de los Magos. La escena iba a ser distinta, pero sin duda también de singular belleza: un ingenio humano se acercaba de forma inédita a un cometa, uno de esos vestigios  (varios miles de millones de años de edad) del sistema solar primigenio que aún hoy en día nos prometen conocer un poco más lo que somos, de dónde venimos y, posiblemente, hacia dónde vamos. La nave iba escudada para protegerse en una severa cita en la que, literalmente, sería barrida por algo así como una “tormenta de arena”, al atravesar la cola del cometa. 
Atrapadas en los hielos del Halley se detectaron moléculas complejas que suministraron información acerca de la aparición de vida en la Tierra, pero, sin duda, lo que más impresionó a la docta audiencia fue la propia imagen del cometa: una roca de unos 10 x 15 km, tan negra como el carbón (apenas refleja el 4 % de la luz que recibe del Sol) y de la que, en vez de encontrarse su superficie prácticamente hirviendo (sublimándose), chorros muy localizados  expulsan material que alimenta la cola. La nave fue literalmente aporreada por el polvo cometario con el que se cruzó a una velocidad de 68 km/s (sí, por segundo, no por hora) y sus escudos se vieron enormemente dañados, así como la cámara, pero se había conseguido. Giotto se acercó al cometa a unos 600 km, apenas la distancia entre Madrid y Barcelona por carretera. 
La hazaña europea de Giotto sirvió de punto de partida para que la comunidad planetaria se embarcara en misiones similares, pero si cabe más ambiciosas. Su sucesora es Rosetta, la sonda que, en unos meses, después de 10 años de viaje ininterrumpido desde su lanzamiento en 2004, orbitará alrededor del cometa Churyumov-Gerasimenko y enviará un dispositivo para aterrizar en su superficie. En ella, o más en concreto en dos de los instrumentos que porta, han contribuido científicos e ingenieros del IAA-CSIC, en Granada, al que me enorgullezco de pertenecer. Pero esa es otra historia que contaremos a su debido tiempo.



martes, 25 de febrero de 2014

ESA (publicado en Granada Hoy el martes, 25 de febrero de 2014)

Seguramente pocos de Vds. estén al tanto del significado de esas tres letras en mayúsculas, de ese acrónimo, mientras que, paradójicamente, sí lo estén de su homólogo NASA. Sí, ESA son las siglas de la European Space Agency (la agencia europea del espacio), una entidad que deberíamos sentir orgullosamente nuestra, que podría ayudar a crear una verdadera ciudadanía europea y que, sin embargo, permanece casi en el anonimato. Por razones de índole histórica, los estados miembros de la ESA no coinciden exactamente con los de la Unión Europea, pero da igual. La agencia se nutre precisamente de europeos que trabajan en colaboración y que comparten gastos, talento y esfuerzos en aras del bien común. Si sabemos que la NASA puso al ser humano en la Luna o ha enviado naves que ya han salido del Sistema Solar, hemos de saber que la ESA ha aterrizado en Titán, un satélite de Saturno y que lleva diez años viajando hacia un cometa alrededor del cual orbitará y sobre el que se posará en una hazaña sin precedentes. Como estas, podríamos establecer analogías de logros humanos a ambos lados del atlántico, muchos de ellos en colaboración. Sin embargo, mientras que para los medios de comunicación europeos, la NASA ha pasado a ser el paradigma de la certidumbre científica, el moderno oráculo de Delfos (muchas veces sin sentido), la ESA permanece en ese medio anonimato que obedece al mismo papel mediocre que Europa ofrece en la escena internacional —excepto en aquellas cuestiones que atañen el mercado y el capital—. 


Mientras que los Estados Unidos son una única nación y la NASA forma parte de los símbolos que la constituyen, Europa, la pobre Europa, no deja de ser una amalgama de estados independientes —algunos con tendencias centrífugas internas, incluso— en los que la construcción simbólica de la identidad ciudadana europea todavía no interesa en la medida que debería. Consecuencia de ese desinterés, que a veces resulta desdén por ignorancia dolosa de los políticos, la asimetría en el gasto tanto en inversiones como en divulgación social de los resultados resulta estremecedoramente favorable a los americanos. Mientras que aplazo las críticas al sistema financiero de la ESA (de la “agencia” como nos gusta decir a los que trabajamos en proyectos para ella) a otra columna de “El Observatorio”, permítanme despertar su curiosidad aquí a los muchos logros que desde Europa se han conseguido y, en particular, a los no pocos en que España ha contribuido con éxito. Prometo traer a esta columna pequeñas píldoras que los atestigüen.

lunes, 10 de febrero de 2014

Y fue una máquina (publicado en Granada Hoy el martes, 11 de febrero de 2014)


Soy consciente de que mi esfuerzo por seguir las normas gramaticales algunas veces obedece más a una admiración por la herencia recibida que a la constatación de una necesidad. Es un hecho que muchas de ellas no son necesarias, otras que aunque lo fueran han sido sobreseídas por la cotidianidad y aun otras que parecen carecer del mínimo vínculo genético con el resto de nuestro acervo idiomático. La indistinción fonética entre la letra b y la letra v es un ejemplo de las innecesarias. Como la de la g y la j a la que tanto se rebelaba Juan Ramón Jiménez. El paradigma de las segundas es la anfibología de la palabra “solo” que se resolvía antaño con una tilde diacrítica para distinguir el adverbio del adjetivo. Estoy convencido de que el moderno desistimiento obedece más al desdén popular que no respetaba la norma que a otra razón más profunda. Y en el fondo hay sensatez en la nueva medida: si los hablantes no lo necesitan, ¿para qué complicar la escritura? La tercera categoría es más sutil y pasa desapercibida aunque no por ello sea menos real. Por alguna razón que desconozco —no soy ningún lingüista sino un aficionadillo— en nuestro idioma suena más natural que las palabras terminadas en n sean agudas como volcán, terraplén, cojín, camión, o tuntún.  ¿Por qué lo digo? ¿Ha tomado Vd. alguna vez Eferalgan, o se ha untado con Voltaren, o se ha instilado Xalatan? Seguro que ya se ha dado Vd. cuenta. Apuesto a que ha leído “Voltarén”, “Eferalgán” y “Xalatán” y estos son solo tres de cientos de ejemplos. Tendemos a leer lo que queremos y no lo que está escrito. ¿Será, pues, más natural el aprendizaje caso por caso como en inglés? 

Impelido casi a contestar afirmativamente a esa pregunta, experimenté el otro día una anécdota reconciliadora con las reglas. Y fue una máquina, en el ambulatorio, la que me reconfortó. Resulta que, además de los monitores donde se reflejan los turnos, el sistema incluye un robot que lee los nombres de los pacientes. Cuál no sería mi alegría cuando oí (escribo fonéticamente) “Mária Robles Alárcon” y me fijé que, claro, los nombres estaban escritos en mayúsculas y que el funcionario de turno no se había molestado en tildarlos convenientemente. ¡Qué lección nos daba la máquina! Si yo hubiera sido doña María, me habría enfadado. Pero claro, es que yo soy tan maniático que llevo firmando muchos años sin tilde mi propio nombre para ver si alguien lo pronuncia como normalmente me llaman: Jose y no José. Solo nos queda la esperanza de las máquinas. Aunque innecesarias, ilógicas o sobreseídas, las normas gramaticales nos ayudan a entendernos. Sin ellas, la tarea es difícil.

lunes, 27 de enero de 2014

En defensa de la ciencia (publicado en Granada Hoy el martes, 28 de enero de 2014)

Cuando compruebo la frecuencia en la mudanza de las reglas gramaticales, no puedo dejar de sentir una mezcla de decepción, tristeza y condescendencia. En la escuela, al principio, acentuábamos los monosílabos, después se imponía el uso diacrítico de la tilde. Ahora ya no. Estudiábamos la sintaxis con términos que se cambiaron en apenas diez años, aunque fuera en muchos casos para designar lo mismo. Cuando constato la veleidad con que algunos historiadores describen los acontecimientos no puedo evitar el sonrojo, la pena y la rabia. Hace poco leía una breve historia de España escrita por una americana apenas tres años después de la guerra de Cuba. Se pueden imaginar los tópicos e incluso los mitos que trufaban el relato de los hechos. ¿Qué decir de cuando algún científico social anglosajón menciona la inquisición? El adjetivo española la acompaña indisolublemente. ¡Como si no hubiera habido inquisición más que en España! Cuando algunos juristas utilizan sus propias reglas haciendo alardes de verdadero equilibrismo jurídico, no sé qué pensar. El nuevo discurso del fiscal ante la imputación de la infanta Cristina no se puede comprender sino como enajenación mental o como proveniente del mayor de los servilismos. Cuando en España se juzga y condena —o bien se aparta— al juez antes que al presunto delincuente a quien investiga, la indignación y la vergüenza ascienden a niveles estratosféricos. Y aquí no hay que mencionar ejemplos… Cuando los políticos esconden sus fracasos engañando deliberadamente a la población, la rabia y la impotencia se dan de la mano. ¿Qué me dicen de las razones aducidas por Artur Mas sobre lo acaecido en torno a la guerra de sucesión en 1714? Cuando veo todas estas cosas, me descorazona la prostitución de la palabra ciencia cuando se la tilda de lingüística, histórica, jurídica, política, e incluso del deporte. No deja de ser un abuso de interpretación establecer sinonimia entre ciencia y conocimiento. Evidentemente, no todo el conocimiento digno de respeto ha de ser científico, pero sí es verdad que los otros distan mucho del científico, pobres, sobre todo en lo que respecta a la robustez que a este le proporcionan unas reglas bien establecidas, comprensibles y aceptadas por cualquiera. La difícil mutabilidad de sus conceptos, tan solo tras la prueba del ensayo y el error, confieren al científico el precioso regalo de la solidez intelectual. Como decía el otro día un monologuista notable: “un teorema sí que es para toda la vida, no un diamante”.

http://www.granadahoy.com/article/opinion/1696402/defensa/la/ciencia.html

lunes, 13 de enero de 2014

Tristeza (publicado en Granada Hoy el 14 de enero de 2014)

La tristeza que embarga a cualquiera que en esta piel de toro se aproxime mínimamente a la historia para compararla con la realidad política es tan común que no ha habido quizá un sentimiento más hispano, más repetido al cabo de los siglos, más inscrito en nuestros genes, que esa melancolía, esa nostalgia por las oportunidades perdidas, esa mirada desconsolada envuelta en lánguidos párpados que descienden cuando a la gravedad se le unen la actualidad más descarnada, los hechos más crudos. Bueno, quizá la vileza de la envidia y el rencor sea también digna de destacar en nuestro acervo sentimental común, pero esa es otra historia que comentaré en el momento oportuno. El pesimismo y el desasosiego que lo acompaña, la desmoralización ante un futuro cada vez más cierto de retrocesos no se convierten en toma de conciencia y rebeldía civil. La aceptación sumisa de lo que presenciamos cotidianamente: el abuso del poder otorgado por la gracia de Dios en unos casos, usurpado por la fuerza de las armas en otros, e incluso conferido por el escrutinio de las urnas últimamente, resulta en desencanto paralizante que es a la vez vergonzoso y vergonzante. La bipolarización continua para todo y en todo momento; esas dos españas del poema, que parecen ser válidas hasta para hacer de comer, cuando en realidad solo deberían reflejarse en algunos —pocos— aspectos concretos de actuación, son inaceptables y, sin embargo, cada vez más presentes (“cuando ganemos nosotros, os vais a enterar”). ¿Cómo aceptamos estoicamente la periódica vuelta a la carcundia más abyecta e indigna? ¿Cómo siquiera puede alguien anhelar el regreso de la directriz divina en lo que resulta la renuncia más clara al propio libre albedrío humano?


Cuando miramos no tan atrás encontramos políticos decentes, cultos, intelectuales comprometidos y moralmente armados que obtenían la auctoritas por sus ideas y sus escritos antes que la autoridad en el Parlamento y que incluso eran capaces de renunciar al triunfo aplastante por cuestiones de conciencia. Cuando observamos ahora, solo encontramos la zafiedad de politicastros bien engreídos, bien desdeñosos, ora pérfidos, ora melifluos, que parecen no haber leído un libro antes de ejercer el poder —por muchas oposiciones que hayan aprobado— y que, sin embargo, se entregan con fruición a firmar (no sabemos si a escribir realmente) libros en cuanto descienden del peldaño del oropel para encaramarse a la tarima del dinero. La tristeza, conciudadanos, es mayúscula.