lunes, 30 de diciembre de 2013

Don Alberto (publicado en Granada Hoy el martes, 31 de diciembre de 2013)

Si no fuera porque para otras cosas Vd. ha dado sobradas muestras de inteligencia, creería que, simplemente, ha perdido la cabeza. Si no fuera porque sus compañeros, cada uno en su dirección, están tratando de conducirnos de vuelta al medievo, no comprendería que, en realidad, el suyo es un plan bien urdido para volver hacer de este país su cortijo, poblado por una enormidad de labriegos y dirigido por un puñado de señoritos. Si no fuera porque alguno de mis conocidos, vecino de Vd., ya me prevenía hace años de su manso y conciliador disfraz de cordero cuando lo que se esconde debajo es un feroz lobo, no podría asimilar su denuedo en recortar derechos civiles. Si no fuera porque comenzó haciéndonos pagar por acceder a la justicia, no alcanzaría a desentrañar el porqué de su última fechoría. Si no fuera porque ya sé que sus amigas y las hijas de los amigos de sus papás, nunca tuvieron problema para hacer una escapadita a Londres para volver rosario en mano, no se me haría tan claro. Si no fuera porque Vd. ha decidido no camuflar —ni por un mínimo pudor estético— sus mefistofélicas cejas, la perplejidad que acompaña a mi pregunta sería aún mayor: ¿qué le han hecho las mujeres? ¿Qué delito han cometido para que cercene el pequeño margen que tenían para ser dueñas de sí mismas? 


Cuando uno contempla la similitud entre un feto de elefante y otro de un humano, enseguida comprende que no, que este último, por mucho que Vds. se empeñen, no es una persona. Pero si lo es, ¿no le dicta su recta conciencia la abolición completa de la ley? ¿Qué clase de dualidad moral gasta Vd. para ese sí, pero menos, “la puntita nada más”? Y lo que ya es el colmo, ¿es que la mujer es idiota o discapacitada para necesitar la tutela? ¿Qué pérfida misoginia lo conduce a Vd. a declararlas irresponsables del aborto cuando sobre el personal sanitario puede caer el peso de la ley? ¿Volvemos a la protección de las indefensas damiselas? ¿No se da cuenta que así también insulta a todo su círculo femenino incluido el familiar? Si no fuera porque yo sí obedezco criterios morales, porque yo sí abomino de la violencia, porque yo sí creo que este país necesita cordura, sosiego y consenso civiles y anda sobrado de políticos que trufan su actuación de prejuicios (por supuesto católicos), invitaría desde esta columna a todas las mujeres españolas a que, calzadas con tacón de punta fina, le propinaran una buena patada en salva sea la parte. Imagínese cuántas serían, el dolor que le supondrían y márchese, don Alberto, márchese.


martes, 17 de diciembre de 2013

La satrecilla valienta (publicado en Granada Hoy el martes, 17 de diciembre de 2013)


Mientras que era una mediocre estudianta, la irrelevanta niña, que en realidad quería ser cantanta, vivía pendienta de lo que hacían las demás. Su madre, garanta de todas aquellas costumbres que mantenían a sus vecinas maliciosamente expectantas, la hacía observanta de unas reglas cuyo único motivo era anular su propia expresión personal. Eran clientas de un estilo y unas formas marcadas por otras. Para ella, ser eleganta significaba seguir la moda de sus semejantas, con una actitud servil que resultaba hilaranta para cualquiera. Lejos de ser valienta, la niña, silenta, se mantenía en ese segundo plano gris que ella, poco a poco, sentía como una situación indignanta. La reacción consentidora y displicenta de sus amigas ante lo que ella veía como actitud humillanta de sus docentes y docentas la iba convirtiendo poco a poco en rebelde (o rebelda). No podía consentir que se las tratara a ellas distinto que a ellos con dos varas diferentas de medir. 

Los meses pasaban, las cambiantas estaciones transcurrían, los años se sucedían sin que aquella situación alarmanta cambiara. La niña creció hasta que por fin, un día, siendo adulta, comenzó una serie de pacientas conversaciones de las que salió presidenta y concluyeron dónde estaba la raíz de los problemas: en el diccionario, en esas acechantas palabras construidas en completo menosprecio de la condición femenina. Entonces, como si por ensalmo el cambio de términos conllevara la liberación que, anhelantas, esperaban, comenzaron a exigir que donde siempre se había dicho juez, aquellas vezas que se trataba de ellas se dijera juezas, que las nuezas recuperaran su femenina condición, que no se hablara solo de peces sino también de pezas y que hasta los excrementos humanos fueran hezas. 

No se debía hablar solo de generales sino también de generalas, no solo de coroneles sino también de coronelas, no solo de comandantes sino también de comandantas, no solo de tenientes sino también de tenientas, no solo de cabos sino de cabas, no solo de soldados sino de soldadas. Ya no solo existirían concejales sino también concejalas, no solo animales sino también animalas; las cosas dejarían de ser reales para ser realas. De aquel momento en adelante habría que redactar con una dualidad de género, imposible de mantener en la mayoría de los casos, pero que, a pesar de su inconsistenta redacción, indicara al mundo la sensibilidad palpitanta del orador u oradora. 

Y así acabó la historia: ya éramos todos  (y todas) iguales (e igualas) pero no nos entendíamos. Genial, geniala.

lunes, 2 de diciembre de 2013

Ellas, siempre ellas (publicado en Granada Hoy el martes, 3 de diciembre de 2013)


Todavía recuerdo aquellas mañanas de domingo en las que, a pesar de la luz de un sol espléndido, las caras de las señoras se ensombrecían con el recogimiento y con el ineludible velo negro camino de la iglesia. Una mañana festiva que se plagaba de verdaderas procesiones, riadas de familias que se dirigían periódicamente a misa y en las que, a pesar de intentar portar las mejores galas, ellas siempre debían mostrar la marca de la sumisión, la prudencia y la honestidad (no de la honradez y el honor que eran cosas de hombres; pruebas de honestidad). Por más que ellas rivalizaran en encajes y bordados tratando de utilizarlos como adornos, aquellos velos no eran sino el recuerdo atávico de una demostración palmaria: las mujeres nunca habían sido, no lo eran y no serían en el futuro iguales a los hombres. No ha pasado tanto tiempo de aquello y ya nos parece remoto. Afortunadamente, los nacidos en los 70 ya casi no lo recuerden porque eran muy pequeños cuando aquella costumbre logró erradicarse, pero aún resulta conveniente evocarla como medio preventivo de eventuales peligros. Como vacuna contra veleidades ominosas que continuamente asedian el normal desarrollo de la mujer en la sociedad. No me siento feminista y así lo ratifico en cualquier conversación, pero ello no significa que el desapego por el fervor de corrientes al uso me impida constatar y deplorar injusticias claras por razón de sexo. Por eso mi desolación es mayúscula cada vez que constato el aumento del uso del velo islámico en nuestras calles. Ellas, son siempre ellas las que deben cargar con el peso de la prueba de la castidad y el sometimiento al marido, las que deben mostrar que su único destino y misión en la vida es el cuidado del cónyuge y la progenie. Un cónyuge y una progenie (sobre todo si esta es masculina) que sí adaptan sus vestimentas al estilo y la moda occidentales. No entiendo cómo miramos hacia otra parte sin denunciar tamaño desprecio a los derechos de seres humanos escudándonos en el origen religioso y cultural del hecho. La religión y la cultura solo dictan normas al parecer contra las mujeres. Algunos, incluso muchas de ellas mismas, me dirán que la preposición es para, pero yo digo que es contra. Contra ellas, siempre contra ellas. Contra ellas mucho más que contra ellos. Y esto seguirá así mientras no eduquemos verdaderamente a nuestros hijos; mientras que ellos, y sobre todo ellas, no sean libremente conscientes de lo sojuzgante de la situación y no la rompan de una vez por todas.