martes, 1 de enero de 2013

Un chiquillo y sus gafas

El otro día volvió a ocurrir. Mediaban unos pocos miles de kilómetros y del orden de entre 15 y 18 años, pero volvió a ocurrir. Ya no se trataba de la enorme cuesta de 11 km entre Santa Cruz de Tenerife y La Laguna. Rodábamos por la andaluza A 92, pero volvió a ocurrir. Ya no era el mismo coche (¡qué prodigio habría sido si hubiera perdurado tantísimo!), pero volvió a ocurrir. Ya no íbamos solos esta vez. Nos acompañaban su madre y su hermana, pero volvió a ocurrir. Ya no lo llevaba al colegio. Él ya es adulto, independiente, cabal. Íbamos esta vez a Cartagena a pasar las fiestas con la familia, pero volvió a ocurrir. Y sonó igual de gratificante, igual de fresco que la primera vez. He de reconocer que no tan desternillante como entonces, pero la sonrisa, inevitable, volvió a esbozarse en mis labios. Ahí estábamos de nuevo mi hijo y yo. Yo, conduciendo; él, leyendo y entresacando en voz alta pasajes del libro que tenía entre las manos. Ya no era "Manolito gafotas". Se trataba esta vez de "Mejor Manolo".

Parece mentira como un hecho cotidiano, tan sin importancia aparente, ha podido suponer un vínculo tan estrecho entre mi hijo y yo. Pero es así. De aquellas mañanas en que, a eso de las siete y media salíamos de casa, nos metíamos en el coche y nos dirigíamos al cole, al principio solos, luego con su hermana, mantengo vivos dos sucesos en mi memoria. En ambos brotaron con profusión las lágrimas de mis ojos (bueno, he de reconocer que soy de lágrima fácil). El primero fue puntual: un sólo día cuando el crío me preguntó por la muerte de mi padre, su abuelo, recientemente fallecido. La distancia geográfica (Tenerife y Cartagena) y la ilógica brutalidad del cáncer (sólo tenía 59 años) le habían arrebatado al abuelo que pudo ser y del que sólo disfrutó durante un par de breves episodios de apenas quince días. Aún puedo percibir el ahogo y el nudo en la garganta. La naturalidad y perplejidad del crío contrastaban con el desgarro tan próximo en el tiempo. El segundo fue continuado. Durante varios días, él me leía un trozo del libro que en aquellos momentos tenía entre manos. La mezcla entre la frescura e ingenio del texto y, por qué no decirlo, el desparpajo de un mengajo que leía ya por aquel entonces mejor que muchos adultos, con una entonación precisa y con el énfasis justo en el momento oportuno, me hacían carcajearme y llorar de risa. La situación se repetía cada mañana. Tenía que esforzarme por concentrarme en la carretera y sus peligros. ¡Qué momentos inefables! Nunca se volvió a repetir con ningún otro de los muchos libros que aquel lectorcillo voraz consumía. Quizá por eso quedó tan grabado en mi memoria.

Para un pedante como yo que se vanagloriaba de haber inculcado a su hijo la afición por la lectura través de el Quijote, no deja de ser paradójico que un libro como "Manolito gafotas" resulte tan emblemático. Es verdad que alguna que otra noche dormía al pequeñajo con "Don Pijote", como el repetía con su lengua de trapo, en vez de utilizar alguno de esos otros libros cursis e insulsos que, más que estar escritos para niños parecen estarlo para idiotas. Pero qué duda cabe que fueron otros, muchos, los que le hicieron apreciar el placer de leer, por conocer historias y mundos y los que, al final, le hicieron decantarse por estudiar lenguas. Y todo ello a pesar de (o quizá a causa de) tener una mente analítica y crítica que a mí me hacía albergar esperanzas orgullosas de que continuara mi oficio científico. Y entre esos otros libros, Manolito, ahora mejor Manolo, ha desempeñado un papel importante y yo no puedo menos que estarle agradecido a ese otro chiquillo y a sus gafotas. Su voz (la de su autora Elvira Lindo) todavía permanece en mi memoria auditiva; aparecía en la radio y siempre era chispeante.

Por eso, un pedante como yo, varios de cuyos escasos tuiteos han sido para alabar las pequeñas perlas que en Twitter deja Antonio Muñoz Molina (¡cuánto las admiro!), no podía dejar pasar el anuncio de la nueva aparición de la saga en ese mismo medio. También sigo a Elvira y fue emocionante. En cuanto lo leí supe que tenía que regalárselo a Jorge (así se llama mi hijo). La ocasión apareció en el aeropuerto de Barajas, a la vuelta de un viaje a Estados Unidos. No al Nueva York que Antonio y Elvira me han hecho desear aún más con sus escritos porque, a pesar de haber visitado ese país unas cuantas veces, a pesar de haber vivido allí un año entero, nunca he pisado la ciudad fuera de sus aeropuertos. El mío era otro viaje de trabajo que como suele ser habitual relega la compra de los detalles a la familia a las horas de espera entre avión y avión. En esta ocasión no había que pensarlo: el regalo estaba claro. A Jorge le tocaba el libro. 

El regalo me fue devuelto el otro día. Sin que yo se lo sugiriera. Simplemente porque parecía la cosa más normal del mundo. Ahora que apenas coincidimos en el coche porque nuestras vidas se van volviendo más paralelas. En uno de esos pocos momentos de rotura convergente del paralelismo, mi hijo nos leyó unos cuantos párrafos del libro que tenía entre manos. No estábamos solos, pero así disfrutamos los cuatro.