jueves, 5 de julio de 2012

Todo artificial, nada natural

Un compañero decía hace poco que debía ser todavía joven porque mantiene su capacidad de asombro. A mí debe pasarme lo mismo. Es más, debo estar hecho un chiquillo. Hay tantas cosas que suscitan mi estupefacción que por eso titulé este blog "Y yo me pregunto". No dejo de hacerlo. Incluso el número de preguntas aumenta con la edad. ¿Cómo es posible que lo que a mí me resulta como poco cuestionable no parezca digno del más mínimo análisis por la mayoría de la gente? ¿Cómo se entiende que personas inteligentes, incluso más que la media, acepten como indiscutibles dogmas que no tienen ni pies ni cabeza? Y no hablo de religión, no. Eso tiene capítulo aparte. Me refiero a cuestiones tan cotidianas y tan aparentemente normales como la pretendida equivalencia entre lo natural y lo bueno. No se sabe muy bien si la implicación directa es sencilla, "si algo es natural, entonces es bueno", o si es doble, "algo es natural si y sólo si es bueno". Aunque esta segunda opción parezca exagerada para lo que entiende el normal de los mortales, existen numerosas ocasiones en las que implícitamente (y a lo mejor pese a la ignorancia del que la utiliza) se da a entender que ése es el caso. 

Pero admitamos la implicación sencilla. Lo primero que uno debe decir es que la premisa es cuanto menos discutible. Cualquiera de nosotros podría enumerar una larga lista de productos naturales no ya inocuos sino definitivamente nocivos: ¿qué me dicen de la ponzoña y veneno de ciertas serpientes y arácnidos?, ¿qué del gas metano que producen las ventosidades de los mamíferos y la putrefacción anaeróbica de plantas? Desde luego, no podemos hablar maravillas de los huracanes, tornados, terremotos, maremotos y demás desastres naturales. Puede que muchos de Vds. me digan que no es eso lo que se pretende decir cuando se equipara lo natural con lo bueno. Pero lo que más insulta la inteligencia es que, en un alarde de ignorancia supina, se violenten las normas más elementales de la lógica y se concluya, como se hace en numerosas ocasiones, que lo que no es natural es malo. ¡Hombre! Si la premisa fuera cierta, que ya hemos visto que no lo es, sólo se podría concluir a partir de ella que lo que no es bueno, entonces no es natural. Y claro, obtenemos una sentencia tan falaz como la primera. Para decir que lo no natural no es bueno, habría que admitir la doble implicación que nos llevaría evidentemente a un absurdo porque todos podemos identificar cosas no naturales que son esencialmente buenas.

Supuestamente, al ser más natural, un tomate que se ha cultivado sin la ayuda de agentes químicos es más sano que otro que se ha producido convencionalmente. Puede que sea verdad, que sí, que el sabor no llegue a ser el mismo porque de él no se haya preocupado suficientemente la ciencia, pero no me va a convencer nadie de que sin ciencia, sin química, más de uno de nosotros ni siquiera habría degustado un tomate de esos tan malos y que concitan todos los peligros del mundo para la salud. Por favor, cesen la desfachatez generalizada. No ha habido mayor y mejor contribución a la pervivencia del género humano que la proporcionada por la química. Una ciencia que fue capaz de conjurar las agoreras predicciones maltusianas que, simplemente, ignoraban la capacidad del ser humano para producir cosas artificiales (no naturales), para superar y dominar a la naturaleza de forma útil para la especie. Y es que desde que disponemos de medicamentos (pura química) como los antibióticos y otra gran lista de avances, entre los  que sin duda se encuentran los coadyuvantes químicos de la agricultura, el ser humano ha más que duplicado su esperanza de vida. ¿Me van a decir a mí que debo renunciar a esos tratamientos médicos para nada más que utilizar hierbajos y demás zarandajas por recomendación del primer indocumentado que se me acerque? ¿Me van a decir a mí que no debo comer productos que hayan sufrido un mínimo proceso industrial? Pero lo que también irrita es que esa posturas de la nueva religión ecológica vengan con el abanderamiento de supuestos progresistas. Es muchísimo más progre y más cool acudir en bicicleta a la huerta ecológica donde se produce sólo para los pocos que se pueden permitir ese viaje bucólico y moderno y pueden pagar consiguientemente precios que no están al alcance de los consumidores de supermercados de mayorías. Es muchísimo mejor, no lo voy a negar, el jamón ibérico de bellota que el de recebo o el de cebo, y no digamos que los plebeyos que ni siquiera llevan la etiqueta ibérica; pero gracias a los piensos compuestos, que han contribuido de forma "antinatural" al crecimiento de todos menos los primeros, el grueso de los ciudadanos de la piel de toro puede acceder a comer jamón. Así es que, por favor, dejen también las etiquetas de progrerío de tres al cuarto. Por mucho que duela, la agricultura ecológica es elitista y, por tanto, esencialmente antidemocrática. No me entiendan mal, este último adjetivo no es equivalente a perseguible, ni mucho menos. No pongan en mi boca algo que yo no digo. Sólamente digo que si hay que luchar por el bien de las mayorías, flaco favor se hace denostando la agricultura convencional y "no ecológica". Es maravilloso que se promueva lo ecológico para que, poco a poco, con el aporte artificial de la materia gris humana, logremos productos cada vez de mayor calidad y que puedan alcanzar la despensa de cuantos más mejor. Pero en ese mismo instante, dicha agricultura dejará de merecer el calificativo de natural, porque artificial es lo hecho por mano o arte del ser humano. De hecho, si un agricultor decide utilizar ciertos insectos depredadores en vez de pesticidas puede que mejore la calidad del producto, pero desde luego no se puede calificar de natural a ese proceso: se ha modificado artificialmente el ecosistema. 

Por eso me duelen posturas tan aparentemente bienintencionadas como la del anuncio del ínclito Punset sobre el pan de molde "todo natural, nada artificial".* Y tal anuncio lo hace la persona que ha conseguido un mínimo interés por la ciencia en general en un país como España tan yermo en consideraciones científicas. ¡Qué pena! ¡Qué oportunidad perdida para haber puesto los puntos sobre las íes! Para explicar bien alto y claro que lo único que se esconde bajo esa supuesta naturalidad es el (legítimo por otra parte) interés económico de una empresa que quiere hacer más dinero con las tendencias más actuales. Pero esa búsqueda de beneficios no se ha de hacer aparentando un prestigio prestado por la ciencia. Sobre todo cuando el supuesto científico no es tal sino mero divulgador. ¡Qué estafa mayúscula! Señor mío, ¿habrá algo más artificial que el pan Bimbo? Y con esto no digo que sea malo. En absoluto. Yo lo consumo de vez en cuando y, además, posee propiedades encomiables para la vida de hoy en día. Mañana, sin ir más lejos, hemos de hacer un largo viaje en coche. Llevaremos de este pan portentoso que no pierde esponjosidad desde que preparemos esta tarde los emparedados hasta que los consumamos veinticuatro horas más tarde. Pero si es que el pan de toda la vida es también artificial, amigos míos. ¡Qué obra humana tan fascinante que ha permitido concebir la fabricación de la harina a partir del cereal, su amasado con agua, su fermentación con levadura y su horneado final! Que no nos engañen. Hay cosas buenas y cosas malas, pero tanto artificiales como naturales. De hecho, como tengo una poderosa confianza en el ser humano y en sus capacidades de avance y progreso, casi me inclino, si Vds. me ponen en el brete, por lo artificial. Si ha pasado por procesos de la materia gris, los productos tienen para mí un marchamo de crédito añadido. Es que a mí, si me quitan el E-250 y el H-325 (por poner algo inventado), la comida no me sabe a nada.  Yo, al contrario que Punset, prefiero todo artificial, nada natural.


Digo bienintencionado porque parece que este señor dedica sus beneficios en la campaña a una fundación benéfica.