martes, 25 de febrero de 2014

ESA (publicado en Granada Hoy el martes, 25 de febrero de 2014)

Seguramente pocos de Vds. estén al tanto del significado de esas tres letras en mayúsculas, de ese acrónimo, mientras que, paradójicamente, sí lo estén de su homólogo NASA. Sí, ESA son las siglas de la European Space Agency (la agencia europea del espacio), una entidad que deberíamos sentir orgullosamente nuestra, que podría ayudar a crear una verdadera ciudadanía europea y que, sin embargo, permanece casi en el anonimato. Por razones de índole histórica, los estados miembros de la ESA no coinciden exactamente con los de la Unión Europea, pero da igual. La agencia se nutre precisamente de europeos que trabajan en colaboración y que comparten gastos, talento y esfuerzos en aras del bien común. Si sabemos que la NASA puso al ser humano en la Luna o ha enviado naves que ya han salido del Sistema Solar, hemos de saber que la ESA ha aterrizado en Titán, un satélite de Saturno y que lleva diez años viajando hacia un cometa alrededor del cual orbitará y sobre el que se posará en una hazaña sin precedentes. Como estas, podríamos establecer analogías de logros humanos a ambos lados del atlántico, muchos de ellos en colaboración. Sin embargo, mientras que para los medios de comunicación europeos, la NASA ha pasado a ser el paradigma de la certidumbre científica, el moderno oráculo de Delfos (muchas veces sin sentido), la ESA permanece en ese medio anonimato que obedece al mismo papel mediocre que Europa ofrece en la escena internacional —excepto en aquellas cuestiones que atañen el mercado y el capital—. 


Mientras que los Estados Unidos son una única nación y la NASA forma parte de los símbolos que la constituyen, Europa, la pobre Europa, no deja de ser una amalgama de estados independientes —algunos con tendencias centrífugas internas, incluso— en los que la construcción simbólica de la identidad ciudadana europea todavía no interesa en la medida que debería. Consecuencia de ese desinterés, que a veces resulta desdén por ignorancia dolosa de los políticos, la asimetría en el gasto tanto en inversiones como en divulgación social de los resultados resulta estremecedoramente favorable a los americanos. Mientras que aplazo las críticas al sistema financiero de la ESA (de la “agencia” como nos gusta decir a los que trabajamos en proyectos para ella) a otra columna de “El Observatorio”, permítanme despertar su curiosidad aquí a los muchos logros que desde Europa se han conseguido y, en particular, a los no pocos en que España ha contribuido con éxito. Prometo traer a esta columna pequeñas píldoras que los atestigüen.

lunes, 10 de febrero de 2014

Y fue una máquina (publicado en Granada Hoy el martes, 11 de febrero de 2014)


Soy consciente de que mi esfuerzo por seguir las normas gramaticales algunas veces obedece más a una admiración por la herencia recibida que a la constatación de una necesidad. Es un hecho que muchas de ellas no son necesarias, otras que aunque lo fueran han sido sobreseídas por la cotidianidad y aun otras que parecen carecer del mínimo vínculo genético con el resto de nuestro acervo idiomático. La indistinción fonética entre la letra b y la letra v es un ejemplo de las innecesarias. Como la de la g y la j a la que tanto se rebelaba Juan Ramón Jiménez. El paradigma de las segundas es la anfibología de la palabra “solo” que se resolvía antaño con una tilde diacrítica para distinguir el adverbio del adjetivo. Estoy convencido de que el moderno desistimiento obedece más al desdén popular que no respetaba la norma que a otra razón más profunda. Y en el fondo hay sensatez en la nueva medida: si los hablantes no lo necesitan, ¿para qué complicar la escritura? La tercera categoría es más sutil y pasa desapercibida aunque no por ello sea menos real. Por alguna razón que desconozco —no soy ningún lingüista sino un aficionadillo— en nuestro idioma suena más natural que las palabras terminadas en n sean agudas como volcán, terraplén, cojín, camión, o tuntún.  ¿Por qué lo digo? ¿Ha tomado Vd. alguna vez Eferalgan, o se ha untado con Voltaren, o se ha instilado Xalatan? Seguro que ya se ha dado Vd. cuenta. Apuesto a que ha leído “Voltarén”, “Eferalgán” y “Xalatán” y estos son solo tres de cientos de ejemplos. Tendemos a leer lo que queremos y no lo que está escrito. ¿Será, pues, más natural el aprendizaje caso por caso como en inglés? 

Impelido casi a contestar afirmativamente a esa pregunta, experimenté el otro día una anécdota reconciliadora con las reglas. Y fue una máquina, en el ambulatorio, la que me reconfortó. Resulta que, además de los monitores donde se reflejan los turnos, el sistema incluye un robot que lee los nombres de los pacientes. Cuál no sería mi alegría cuando oí (escribo fonéticamente) “Mária Robles Alárcon” y me fijé que, claro, los nombres estaban escritos en mayúsculas y que el funcionario de turno no se había molestado en tildarlos convenientemente. ¡Qué lección nos daba la máquina! Si yo hubiera sido doña María, me habría enfadado. Pero claro, es que yo soy tan maniático que llevo firmando muchos años sin tilde mi propio nombre para ver si alguien lo pronuncia como normalmente me llaman: Jose y no José. Solo nos queda la esperanza de las máquinas. Aunque innecesarias, ilógicas o sobreseídas, las normas gramaticales nos ayudan a entendernos. Sin ellas, la tarea es difícil.