lunes, 29 de julio de 2013

Bonhomía (publicado en Granada Hoy el martes, 30 de julio de 2013)

Hay palabras que casi resultan trasnochadas antes de hacerse dueñas de la escena de nuestros comentarios y conversaciones. Que nos abandonan sin apenas hacerse notar, con esa humildad ya tan en desuso por los propios hablantes. Tanto es así que, a veces, hay que enseñárselas al diccionario del ordenador —el cual puede ser más extenso que el del común de los mortales—. Eso me ha ocurrido a mí ahora mismo con el título de este artículo: bonhomía. Siempre me ha gustado esta palabra. Por su sonoridad, pero también y sobre todo por su significado. Esas afabilidad, sencillez, bondad y honradez en el carácter y en el comportamiento con que el diccionario describe bonhomía. Me ha gustado siempre por la escasez de las personas a quienes atribuirla y porque siempre he pensado que la mejor manera de definir a mi padre era destacar su hombría de bien. Pero  este artículo de hoy no va dedicado a mi padre. 


Si es difícil encontrar personas afables, sencillas y humildes en la vida diaria, las dificultades aumentan en un mundo tan competitivo como el científico en el que —siempre lo he manifestado con claridad— la mayor motivación es la vanidad. Sentir que uno ha entendido algo antes que el resto de la humanidad y además es reconocido por ello alimenta los voraces egos de los científicos a falta de recompensas crematísticas. Y eso es así durante toda la vida profesional, a pesar de que, como en otros ámbitos, el periodo culminante de la carrera científica se sitúa estadísticamente alrededor de los cuarenta y cinco años. Después de ese momento, la actividad se diversifica y la lucidez inspirada se emplea también en conducir a otros más que en crecer uno mismo. Por eso es tan difícil encontrar a alguien, como el amigo a quien dedico estas letras, que más allá de los cincuenta (y él de los sesenta) haya continuado aumentado su estatura científica de la forma que él lo ha hecho. Y lo que es aún más admirable: se ha ido haciendo una autoridad de talla mundial con el paso continuado de los años, con la blanca repoblación de su cabello y su barba, a la vez que su sonrisa franca, su mirada limpia, su gesto afectuoso, su palabra amable y su conversación exenta de rencores y de críticas nos han recompensado a todos aquellos quienes tenemos la suerte y el orgullo de ser sus compañeros y, además, sus amigos. No voy a decir tu apellido, José Antonio, porque tu propia bonhomía te haría ruborizar, pero todos los que me conocen, los que nos conocen, saben desde el principio a quién me estaba refiriendo.

miércoles, 17 de julio de 2013

Gente guapa (publicado en Granada Hoy el martes, 16 de julio de 2013)

Hemos crecido con un montón de mitos culturales en los que la belleza, de raíces siempre helenas, a menudo se relacionaba con su origen divino. Historias en las que Zeus yacía con otra diosa para el nacimiento de Afrodita, con la hija de unos titanes para procrear a Apolo, con una reina mortal para traer al mundo a Hércules, o incluso adoptaba formas animales para seducir la hermosura de mortales como Leda o Europa. El dios judeocristiano no era tan promiscuo como el griego pero en él, sin embargo, hemos de encontrar también el origen de toda belleza puesto que hizo al hombre a su imagen y semejanza (su parte más bella debían de ser sus costillas...). El caso es que por los dioses y sin ellos, la especie humana deambula —entre otros— por el derrotero que proporcionan los cánones de apariencia externa. El color de la piel o del cabello, la forma de la cara, la altura o la esbeltez del talle, unos ojos zarcos, glaucos o luminosamente negros, la blancura de unos dientes tras la carnosidad de los labios, la tersura de unos pechos o la rotundidad viril de unos hombros son, entre muchos, parámetros con los que cotidianamente juzgamos a nuestros congéneres en un acto de entrega plenamente sensorial a nuestra naturaleza. Pero, además, no solo deseamos ser guapos sino parecerlo y nos envolvemos (o deliberadamente no) en ropas y afeites que disimulen y realcen lo que de natural poseemos.


Ha sido mi cuarta visita a Suecia y he vuelto a constatarlo. En ninguna otra parte he visto semejante concentración de personas excepcionalmente bellas como allí. Es verdaderamente impresionante. Por supuesto que hay gente normal e incluso fea —a mi juicio, claro está—. Es la densidad de mujeres extraordinariamente guapas y elegantes (y hombres también, he de reconocerlo) por cada cien mil habitantes la que es destacadísima en ese rincón del globo. Mi estupefacción fue mayúscula la primera vez, pero no ha cesado en las otras tres visitas. A veces me ha hecho sonreír pensando que el paradigma del despertar sexual español de los sesenta y setenta, “las suecas”, no sólo tenía que ver con la apertura cultural y de costumbres que nos venía de países menos dependientes de la caspa y la carcundia, sino que se debía también en parte a la fisonomía singular de las escandinavas. Créanme que si las españolas hubieran tenido las mismas oportunidades que los españolitos de la época, los suecos habrían compartido el mito. Ambos venían del país de la gente guapa. Si creyera en dioses, diría que Odín se esmeró especialmente.

martes, 2 de julio de 2013

Viajes (publicado en Granada Hoy, el martes, 2 de julio de 2013)

Una de las principales recompensas —extrínsecas a la investigación— que me ha otorgado mi trabajo científico ha sido, sin duda, la oportunidad de viajar por casi todo el mundo. El beneficio que uno obtiene de los viajes siempre supera las molestias y cansancios. Las tierras que observa, las formas de vida que aprende, las obras de arte que atestigua, la fisonomía de las gentes ensanchan el horizonte vital y nos ayudan a vivir constatando el hecho casi mágico de miles, de cientos de miles, de millones de vidas paralelas a la nuestra. ¿Se ha parado Vd. a pensar que mientras que está leyendo esta columna el resto de los habitantes del planeta están realizando alguna otra función que Vd. mismo desempeñará en breve, o lo afortunado que es por no tener nunca que llevarla a cabo? Vidas que caminan por senderos en apariencia distintos pero que guardan con los nuestros paralelismos inexcusables. Vidas tan libres o tan cautivas, tan gozosas o a veces tan tristes, tan afortunadas o no dependiendo de los ámbitos geográficos, económicos o políticos. Con idiosincrasias tan diversas que uno aprecia acaso más proximidades culturales en el Extremo Oriente que en la propia Europa. 


El embeleso por los nuevos paisajes, la sorpresa por las viejas (o nuevas) urbanizaciones, la benignidad o inclemencias del tiempo, la forma de reírse de las gentes, sus fórmulas de cortesía, los prejuicios comunes a cada sociedad, las maneras de comportarse en público, la sonoridad del lenguaje —alguna tan próxima, otras tan lejanas—, todos y otros muchos más son elementos enriquecedores que solo los viajeros pueden apreciar. Siempre me ha gustado decir que viajar es la mejor vacuna contra el ombliguismo, contra la estrechez de miras que nos conduce a pensar que vivimos en el paraíso. Como aquí no se vive en ningún sitio. Pues no, oiga, como aquí y mejor que aquí se vive en muchísimos sitios y la pena es que no podamos disfrutarlos todos. Porque, además, los juicios son relativos. Lo que es mejor para mí ahora, puede no serlo para Vd. mañana. Viajar nos previene de pensar que somos distintos porque hablamos diferente o comemos distintos alimentos o poseemos más variadas tecnologías. Nos hace ver que, en realidad, esos argumentos pueblerinos con que demagógicamente nos asedian de cuando en cuando los políticos, solo obedecen a razones de poder y, por tanto, económicas. Y es que son esas diferencias las que nos hacen ser iguales sin ser los mismos. Por eso, justamente porque he vuelto a ver diferencias en mi último viaje, porque he visto diferencias y también similitudes es por lo que he decidido escribir esta columna.