miércoles, 2 de mayo de 2012

La marcha

Te fuiste casi sin avisar, casi sin que nos diéramos cuenta, casi evitando cualquier reacción por nuestra parte. Te fuiste con el silencio humilde y sencillo de los que lo dan todo sin ruidos ni alharacas, de los que centran su felicidad en la de los demás; por pura frustración propia, puede que también, pero por sublime generosidad sin lugar a dudas. Marchaste con la añoranza de lo que nunca pudo ser, pero con la alegría del deber cumplido en los otros, en tus verdaderos objetivos, en tu palmario orgullo. Porque sí, tu supervivencia éramos nosotros y así lo vivías, lo presumías y hasta lo arrojabas como arma defensiva contra los que te humillaban, contra los que te oprimían. Aquéllos a quienes la deuda de lealtad te mantenía ligado y de quienes el temor de la incertidumbre te impedía abandonar. Cuántas cosas habrías hecho de no haber sido ciertas tus circunstancias, cuántos peldaños habrías subido. Y sin embargo, esa lealtad en ti era absoluta, objetivo pleno, único, justificador de una vida, tesoro que nos inculcaste, que demostrabas a cada momento, que te hacía gigante, más hombre, más admirable y que al mismo tiempo te sujetaba y te impedía abandonarte en el descanso que todo ser humano merece en algún momento. Lealtad para con tu familia y tus amigos. Lealtad para con los que te habían hecho algún bien, incluso cuando no lo hacían tanto. Lealtad a unos principios incluso cuando el tamiz de la razón, el paso del tiempo, o las discusiones con nosotros te los hacían relativizar o poner en tela de juicio. Lealtad que podía aherrojarte pero que acompañabas de una gallarda altivez que te ofrecía la hombría de la libertad para no vivir arrodillado.


Te fuiste sin que pudiéramos tener todas las conversaciones que hemos tenido después, en tu ausencia. Sin que yo tuviera la oportunidad de contarte cara a cara cómo aquélla vez, prematura, en que me preguntaste por la paternidad y te dije que sí, que te entendía, en realidad ejercité lo que creí una mentira piadosa y era una imperdonable ignorancia. Cómo iba yo a imaginar todo lo que encerrabas en aquella pregunta. Cómo iba yo a entender la generosidad de tus sentimientos mucho antes de que yo alcanzara relativamente la mitad. Pero sí, llegó el día y no te lo he dicho después suficientes veces porque necesito repetirlo y recordarlo y revivir esos momentos en que vives con tus hijos, en que vives por tus hijos y vives de que tus hijos te enseñen y te devuelvan centuplicado lo que has intentado ofrecerles algún día.


Te fuiste, sí, y si no lo hubieras hecho, a lo mejor ahora, por culpa de la cruda realidad del día a día, matizaría mis juicios poniendo en el otro platillo de la balanza algunas pesas que sin duda existían y entorpecían tus relaciones con los tuyos. A lo mejor ahora hablaría de que aquellas lealtad y orgullo podían llegar a convertir en vicio lo que en principio era virtud. A lo mejor ahora te recordaba otras características no tan maravillosas pero igualmente humanas que sin duda poseías. Pero no me da la gana. Si en algo tenías que salir favorecido por perdernos tan pronto, por dejarnos temprano sin tu cálida presencia, sin tu generosa sonrisa, sin tu abnegada escucha, es precisamente en eso, en hacerte gigante a mis ojos, en servirme de espejo en la vida. Gracias, papá, por enseñarme a ser hombre.