miércoles, 23 de abril de 2014

Adiós, Gabo (publicado en Granada Hoy el martes, 22 de abril de 2014)

Hay muchos hechos, pequeñas cosas, libros, piezas musicales, obras de arte, aprendizajes, conocimientos, monumentos científicos, amaneceres, atardeceres, cariños a personas y a cosas, soledades, éxitos, fracasos que conforman la historia de uno, que lo constituyen, que le dan forma como persona. Mi columna de hoy iba de otro asunto, pero no puede ser. Tendrá que aplazarse. Como ocurre con la gente a la que has querido mucho y con la que, tras un periodo de desencuentro, comprendes lo mucho que te importaba, que te importa, al oír hoy en la radio la necrológica, he comprendido lo desgarradora que fue tu marcha, Gabriel. Y digo fue porque hace tiempo que no podemos gozar de la fuerza de tus escritos, de la lucidez de tu sensibilidad, de tu honrada tozudez.

Y no fue ayer tarde cuando asaltó la noticia, sino esta mañana, en la soledad de una taza de café y radio, cuando he comprendido que debía escribirte para reconciliarme contigo, para volver a reconocerme fascinado con tus novelas que dejé de releer por enfado. Sí, enfado y rabia como los del adolescente desdeñado por su pareja cuando,  por puro azar, cayeron en mi mano unos pequeños cuentos de Truman Capote en los que, incluso en inglés, se podía presenciar, incluso palpar, ese universo tuyo, caribeño, latino, denso de humedades y recelos, de ansiedades, de hechos consabidos, supersticiones y destinos inevitables. No sé por qué, porque ni siquiera me he molestado en comprobarlo y he extraviado el libro, les atribuí el papel de fuente de tu obra. Tu mundo —que yo sentía casi como mío— no era tuyo, lo habías tomado prestado. El gigante que yo había conocido con fervor revolucionario adolescente en el Otoño del patriarca y que llegué a adorar con Cien años de soledad había copiado. Con ninguno de mis autores favoritos he llegado a ser tan duro ni he osado desdeñarlos. Quizá porque tú importabas más que el resto. Tú llegaste a ser más mito.


Y en el fondo, ¿qué más da? Luego he sabido que manifestabas admiración sin ambages por Capote. Además, a lo mejor era él quien trataba de ejercitarse a tu imagen con aquellos relatos. (Si fue así, he de decir que lo bordó como cuando Cela escribió Las nuevas aventuras del Lazarillo). No lo sé. Además, resulta irrelevante. Hoy soy consciente de que tus libros y tu universo son parte de lo que soy, de que me han ayudado a conocerme, a crecer. Ahora comprendo que solo a ti debo aquellos momentos maravillosos no solo de lectura sino de largas conversaciones con mi mujer. Ella, siempre más madura, siempre más templada, siempre más sensata, seguramente no te mitificó nunca, pero jamás ha abandonado tus lecturas. Gracias por hacerme compartirte con ella.

lunes, 7 de abril de 2014

Europa (publicado en Granada Hoy el martes, 8 de abril de 2014)

Cuando nos vendieron Europa, cuando decidieron que teníamos que entrar en Europa, yo albergaba todo tipo de dudas. Aquello era un dogma: o entrábamos en Europa o sucumbíamos como país en la ignominia, la miseria, la pobreza y el desdén de la comunidad internacional. A mí me chirriaba —nada es blanco ni negro; siempre hay grises— pero hubo que aceptarlo. Sin embargo, he de reconocer que con el paso de los años; con el reconocimiento profesional de nuestros colegas; con el cese de las típicas preguntas sobre los toros y la siesta por las que te veías obligado a sacudirte la caspa original, empecé a verle algo de sentido a esto de ser europeos. Ya no hacía falta cambiar divisas para cruzar el continente. Incluso en América te decían, “claro, ¡es que vosotros los europeos…!” como si todos viniéramos ungidos por el don de lenguas o el bálsamo beatífico de la protección social universal.

Y uno, débil, empezó a creérselo. Comenzó a ilusionarse en un futuro de prosperidad para sus hijos en el que las fronteras fueran cada vez más difusas, pero en el que, a la vez, la diversidad cultural heredada durante tantos siglos permaneciera como lo que es, una enorme riqueza común. En el que la alegría de vivir del sur contaminara al norte y en el que la eficacia y la eficiencia norteñas se infiltrara en latitudes meridionales. Pero claro, la dura realidad lo vacuna a uno con rotundidad y precisión. No podemos vivir en la nube ilusoria del espacio democrático más grande del mundo, porque en realidad no es más que el espacio demagógico más grande del mundo. Un continente en el que eufemismo se ha hecho dueño del discurso de los políticos y, lo que es peor, de los medios de comunicación. Un continente gobernado por unas élites que no se eligen por voto directo salvo por la población de sus respectivos estados, con lo que prevalece el interés de los estados y no el de los individuos. Un continente (que ni siquiera lo es) en el que los votos de toda la población solo alimentan un teatro, el parlamento, sin poder real efectivo por mucho que se desgañiten el puñado de miembros bienintencionados (que me consta los hay).


Y lo que más me duele: una Europa en la que si eres niña gitana te echan de Francia, si eres rumano o búlgaro te repatrían desde el Reino Unido, si estás parado, aunque seas (luxemburgués, si cabe), quieren expulsarte de Alemania y si eres negro africano y consigues eludir las concertinas o sobrevivir a ellas te devuelven a Marruecos sin siquiera identificarte. Oiga, a mí que me borren. O esto cambia o no quiero ser europeo.