lunes, 22 de abril de 2013

Educación (publicado en Granada Hoy el 23 de abril de 2013)


De tanto en tanto aparecen lamentos en la prensa acerca de la situación de la educación en nuestro país. No quiero decir la totalidad, pero sí la inmensa mayoría de ellos son un alegato en favor de las llamadas humanidades supuestamente maltratadas en favor de las ciencias y las matemáticas merced a una supuesta visión utilitarista y tecnocrática imperante en nuestra sociedad. Tras admitir la certeza del diagnóstico —el maltrato curricular de esas disciplinas— discrepo absolutamente de la explicación de su origen —el fortalecimiento de las ciencias—. El aprendizaje de las ciencias ha sufrido el mismo menoscabo en el decurso de las múltiples invenciones del modelo educativo que ha experimentado nuestro país que, en realidad, ha sido entregado a una visión igualitarista ignorante. Han tratado a las sucesivas generaciones como si fueran cada vez más necias, confundiendo igualdad de oportunidades (exigible) con igualdad de capacidades (inexistente). Quiero decir además que las humanidades no tienen la exclusividad de lo relacionado con el espíritu y lo supuestamente más elevado en el ser humano. La ciencia y la tecnología tienen un origen tan elevado y espiritual como aquéllas y, además, no están hechas por extraterrestres sino por seres humanos con las mismas capacidades, las mismas carencias, las mismas aspiraciones y los mismos deseos que los de los humanistas. Conviene además recordar a esos ilustrados columnistas que técnica y tecnología son parientes etimológicas en primer grado de las artes. La mera contraposición de los dos conjuntos de disciplinas es, sin duda, miope y cortoplacista, amén de promotora de una ruptura necia de lo que debe ser único: la cultura. Lejos de verse excluyentes las unas de las otras más bien habría que verlas complementarias: aún recuerdo cómo el latín me ayudaba no sólo a comprender la sintaxis castellana, sino que servía como eje de mi estructura racional científica; cada día compruebo cómo ese espíritu racional, heredado de la matemática y la física, me sostiene intelectualmente tanto para entender una obra literaria como para desmantelar las falacias con que me inundan a diario políticos y periodistas. Igual que ya no se estudia el latín, resulta difícil encontrar alguien que entienda la relación estrecha entre el teorema de Pitágoras y el fundamental de la trigonometría. Créanme que si estos columnistas siquiera sospecharan esta última relación y su utilidad para entender el mundo que nos rodea, expresarían un pesar y una nostalgia aún más devastadores.

martes, 9 de abril de 2013

Madurez (publicado en Granada Hoy el 9 de abril de 2013)

Hace veinte o treinta años me irritaba oír que una buena novela era casi invariablemente una obra de madurez y que cuando un escritor joven conseguía una obra maestra no era sino una muestra de inusual comprensión del mundo. No lo entendía; me negaba a aceptarlo con ese atrevimiento tan ingenuo pero tan feroz que te ofrecen los pocos años y las muchas ambiciones, el idealismo militante y la autosuficiencia soberbia.  Yo me creía capaz, nos creía a los de mi edad, de cualquier empeño y de cualquier hazaña y, por supuesto, de comprender la vida en toda su dimensión. Desde entonces ya ha llovido mucho y se aprende poco a poco, casi imperceptiblemente, que hay mucho de verdad, mucho de estadística en aquellas aseveraciones. El paso del tiempo te enseña que, en paralelo al deterioro físico, ése que duele tanto y por el que tantos pierden a veces hasta la sensatez, se va consolidando un aumento paulatino de la sabiduría, del conocimiento del mundo, del entorno, de las personas, de la sociedad. Jamás me he sentido tan plenamente dueño de mí mismo, ni tan capaz de seguir adueñándome de mis propias circunstancias, como en los últimos años. Soy yo. Sé quien soy. Sé qué quiero y a quién quiero. Y sé que aún puedo saber muchas más cosas. Conforme pasan los años voy entendiendo cada vez más la importancia de las relaciones en el seno de la familia, de los amigos, las profesionales, las interculturales, las grandes generosidades, las pequeñas mezquindades, la excepcionalidad de la brillantez, la brillantez de la normalidad. A la vez que voy comprendiendo la seducción del poder y el poder de la seducción como nunca los había aprehendido, progresan otros conocimientos en materia sensorial y estética que innegablemente enriquecen mi vida: nunca había sido capaz de definir los sabores, los olores y el tacto como he ido aprendiendo a hacer gracias a ese elixir de madurez que es el vino y a los placeres de la buena mesa; cada vez soy más capaz de estremecerme ante la belleza de un buen libro, una buena ópera, un hallazgo científico. La vida en pareja se hace más fácil y a la vez más compleja, a veces irritante y a veces plena de sentido y fertilidad. Las conversaciones con los amigos son más ricas, se multiplican los silencios y los entendidos en una urdimbre, que si no goza de la fortaleza abrasadora de la amistad adolescente, sí puede ser más útil para la comprensión del mundo y quizá tan duradera. Con absoluta certeza sé que no escribiré una gran novela, pero ahora estaría mucho más cerca de hacerlo que entonces.