martes, 20 de marzo de 2012

Leyes

Tenía que pasar. Quería haber escrito algo distinto antes, pero no me ha dado tiempo. Han pasado, inexorables, tres meses aproximados y comienza una nueva estación. Y con ella se vuelven a oír, pertinaces, las voces de los periodistas proclamando el inicio oficial, en este caso de la primavera, acompañando la noticia con la hora más o menos exacta. Ustedes dirán que soy exagerado, pero a mí ese epíteto de oficialidad me molesta sobremanera. Sinceramente pienso que esconde la ignorancia no sólo de los periodistas, sino del común de los mortales de lo que sucede en realidad. Parece como que algún gobierno o político concreto (¿el Ministro de Medio Ambiente?) se entretiene en decretar cada tres meses el cambio de estación, y además a una hora caprichosa. Pues no, oiga, se trata de un fenómeno bien sencillo y natural: ayer, nuestro planeta Tierra se encontró a esa hora exactamente en uno de los dos puntos de corte (equinoccios) de su órbita de traslación alrededor del Sol, en el plano de la eclíptica, con el plano del ecuador celeste. Poco me importa la hora concreta puesto que puedo consultarla siempre que haga falta.

Yo me pregunto cuándo un hecho tan elemental, y de hecho fundamental para nuestra vida, como los movimientos básicos del Sol y de la Tierra alrededor de él son considerados cultura general. Sí, al igual que nos creemos en la obligación de saber quién es Cervantes, o Shakespeare, o Molière, o Goethe y nombrar al menos alguna de sus obras. Sí, al igual que no debemos extrañarnos cuando nos hablan de Mozart, de Bethoven o de Falla. Sí, al igual que debemos saber que América se descubrió en 1492 por un tal... ¡Uhm! no me acuerdo del nombre. 

Todavía recuerdo cuando, hace ya algunos años, un periodista "examinó" al Presidente del Gobierno Zapatero preguntándole por las fechas de la revolución francesa y de la declaración de independencia americana. Él respondió con solvencia que 1789 y 1776, respectivamente (yo acabo de consultar esta última, todo hay que decirlo). Y todos tan contentos. ¡Qué cultura general tiene nuestro presidente! Yo no estaría tan seguro si la claridad de ideas hubiera sido la misma (ojalá sí) de haberle preguntado por las estaciones astronómicas. Pero, claro, para eso, quien preguntaba debía tener idea al menos de lo que preguntaba. Y es que para mayor escarnio de los periodistas que creen oficiales lo que son leyes naturales, ayer precisamente ellos se hacían eco de que, por primera vez, se había podido comprobar en un poblado íbero de la provincia de Jaén, recientemente descubierto, cómo los rayos del sol naciente, el día del equinoccio de primavera, iluminaban la figurilla de una deidad. Esto es, ¡nuestros antepasados prehistóricos tenían mayores conocimientos básicos que el ciudadano medio de hoy en día! Claro que a lo mejor entonces pensaban que era el brujo de la tribu -el ministro de turno- quien decretaba que el Sol apareciera por donde aparece.

Yo deseo dejar de oír y de leer el adjetivo oficial y su adverbio terminado en mente acompañando el anuncio del comienzo de las nuevas estaciones. Si no, la próxima vez que se me caiga un vaso y se me rompa, me veré obligado a pedir responsabilidad civil a quien se le haya ocurrido decretar oficialmente la ley de la gravedad. Si alguien me encandila conduciendo y tengo un accidente, el responsable no será sino el gobierno que promulga las leyes de Maxwell. Y cuando limpie mi piscina con el limpiafondos y vea que la pértiga se dobla al introducirse en el agua, pensaré que Snell, el descubridor de la ley de refracción de la luz, es el nombre de algún ministro de la misma forma que el apellido Sinde acompaña a la ley sobre la piratería informática.

sábado, 10 de marzo de 2012

Neutrinos y dragones

Hace poco que hemos tenido noticia de dos acontecimientos aparentemente inconexos pero que yo quiero vincular por su carácter contrapuesto. Se trata del comienzo del nuevo año chino, el año del dragón, y del descubrimiento de un error en el experimento que ha hecho a los científicos de la colaboración OPERA desdecirse de sus conclusiones acerca de la velocidad superlumínica de los neutrinos.

En los reportajes e informaciones acerca del primero casi se visualizaba el esbozo de sonrisa de los narradores, aunque lo fueran en papel, cuando relataban las múltiples repercusiones que las creencias populares chinas sobre la fortuna aparejada a la égida del dragón sobre los seres humanos. Aparentemente, la superstición está tan arraigada que se planifican todo tipo de acontecimientos, incluidos nacimientos para que estén bajo el influjo del signo del dragón. Estoy convencido de que, igualmente, al lector medio se le contagiaba esa sonrisa condescendiente de los periodistas. A un lector medio a quien, sin embargo, no produce el mismo efecto toda la retahíla de cultos religiosos que no tienen lugar en la China sino aquí, en occidente, con el mismo conjunto de asideros intelectuales (esto es ninguno) a lo intangible y lo sobrenatural. Aunque no practiquemos tales cultos, el consenso político de nuestras sociedades ha conducido al reconocimiento de la libertad religiosa y las actividades relacionadas con la religión son comunes y aceptadas. Pero no es sólo eso, sino que en muchas culturas lo religioso posee un valor intrínseco. Por ejemplo, a ningún aspirante a la Casa Blanca se le ocurriría manifestar su ateísmo a no ser que sufriera de peligrosas inclinaciones suicidas. Ni a ningún Presidente del Gobierno español se le ocurriría negar un puesto preeminente al alto clero en innumerables ocasiones o incluso declinar la asistencia a las múltiples celebraciones religiosas a las que se ve literalmente obligado a asistir. 

Y yo me pregunto, ¿también habremos de reconocer el derecho a la libertad supersticiosa? ¿Es distinta de la religiosa, o ambas encierran la misma pobreza de espíritu de unos seres humanos que ante la incapacidad de comprender el Universo atribuyen poderes sobrenaturales a seres inasequibles, eternos e indemostrables? ¿Cuál es la razón del sosiego que producen esas creencias? ¿Cómo es posible que dar por cierto lo que escapa a nuestro entendimiento no produzca vértigo intelectual y la mayor de las intranquilidades? ¿Por qué no somos capaces los seres humanos de decir en algún momento "no comprendo"? ¿No es mucho más honrado con uno mismo y con los demás que afirmar hechos sin fundamento? ¿Por qué no intentamos reducir el peso cultural de la creencia e intentamos volcarlo en el conocimiento? Conocimiento y creencia son antitéticos en el sentido de que para creer se precisa no saber por no tener constancia fehaciente. La búsqueda de ese conocimiento sí que es una noble tarea y para ella existen numerosas vías, pero Vd., lector, permitirá que exprese mi preferencia por la que proporciona la ciencia. Ésta nos dota con un método para proceder, con unas pautas y reglas claras que permiten dilucidar lo que es correcto de lo que es incorrecto y además con qué niveles de incertidumbre. No deja de ser ese asidero intelectual con que soslayar el vértigo de lo desconocido, de lo no comprendido, de lo especulativo, sin necesidad de darlo por válido. Y eso se puede explicar fundamentalmente con una palabra: falsabilidad; esto es, la libre disposición a que se aporten pruebas acerca de la posible falsedad de una teoría. Esa ciencia siempre dispuesta a la confrontación racional es la que ha aumentado el conocimiento de nuestra especie de forma exponencial y la que ha conjurado no pocas visiones apocalípticas supersticiosas (religiosas) a lo largo de la historia.

Esa misma ciencia es la protagonista del segundo acontecimiento que nos ocupa hoy: el hecho de que los científicos han encontrado fuentes de fallo que podrían invalidar sus conclusiones (unas conclusiones que falsaban un postulado fundamental de la física). Lo que a mí me vinculó ambos acontecimientos fue precisamente que la locutora de radio a la que oí esta segunda noticia también dejaba traslucir una sonrisa condescendiente y un mensaje bastante claro: "No vamos a poder saber qué creer de estos científicos, ni cuándo". Porque claro, el panorama que había dibujado dicha periodista ante el resultado ahora puesto en tela de juicio era verdaderamente efectista como tanto gusta a ciertos profesionales; algo así como que si los neutrinos viajaban más rápido que la luz, los pilares de la Física se derrumbaban. Hombre, es cierto que la trascendencia de tal hecho, de haberse verificado finalmente, sería demoledora, pero ni los neutrinos son Sansón, ni la Física es el templo de los filisteos. De hecho, la constancia de la velocidad de la luz en cualquier sistema de referencia y su carácter de velocidad máxima son un postulado en el que Einstein basa toda su teoría de la Relatividad Restringida y con ella, como consecuencia, de la Relatividad General. La prevalencia  de las predicciones de la teoría en los numerosos experimentos que se han llevado a cabo desde su publicación en numerosos ámbitos, desde lo microscópico hasta lo astronómico, han dotado de una robustez formidable a ese postulado. Pero ciencia no es dogma y, por tanto, está sujeta a escrutinio y eventual cambio. De hecho, la mecánica newtoniana mostró una robustez similar durante siglos hasta los resultados de Einstein. Y lo que es más bello aún de la ciencia: la nueva teoría engloba a la antigua y mantiene su validez en su ámbito. ¡Si es que en nuestra vida diaria no necesitamos recurrir a la relatividad para comprender la mayoría de los fenómenos que observamos y nos basta con la mecánica de Newton! Si los neutrinos finalmente viajasen más rápido que la luz, verdaderamente se resentiría el edificio pero, precisamente, su robustez se ha demostrado con la constatación del error experimental. Y es que así debe ser en ciencia: el cotejo repetido y el examen minucioso deben prevaler ante el prejuicio y la creencia. Así que, señora periodista sí sabemos en qué y cuándo creer a los científicos: en nada y nunca. Lo mejor es aprender, es conocer, es, como ellos, someter al juicio de la razón todo lo observado y no creer que, en su primera acepción del diccionario de la RAE, significa "Tener por cierto algo que el entendimiento no alcanza o que no está comprobado o demostrado.". Ahora bien, si conocimiento puede ser antónimo de creencia en su primera acepción, también me parece muy urgente buscar el antónimo de la segunda acepción que tristemente permanece aún en el diccionario. Ello lo dejo para el lector interesado, si bien me permito recomendar a los académicos la contextualización de dicha segunda acepción, indicando para quiénes es válida. 

Claro que, en beneficio de mi periodista y de los crédulos chinos y de toda procedencia, he de decir que también los científicos están sujetos a veleidades dogmáticas. Más de uno se entrega con pasión a hablar a los medios con los tintes autosuficientes y efectistas de un predicador cargado de razón. Pero es que la ciencia la hacen los seres humanos y los seres humanos somos así: tanto los neutrinos como los dragones generan sacerdocio...