Hoy es uno de aquellos jueves que en nuestra niñez brillaban más que el Sol; es día del Corpus. Esto ya no es como antes, sin embargo. La fecha se le escapa al común de los españolitos de a pie, excepto si vive en una de esas (privilegiadas por otra parte) ciudades como Granada o Toledo en las que la tradición sigue mandando y permanece la fiesta local. Aunque estoy decididamente en contra de las fiestas en medio de la semana (algún siglo de estos se pondrán en lunes o viernes como se hace en los países decentes y productivos, con independencia de nostalgias atávicas), he de reconocer que un parón así, a dos días del fin de semana, resulta gratificante y placentero. No todos esos días, no todos los domingos puedo (los sábados siempre tienen ajetreo), pero hoy es de los que me he permitido entregarme a esa perezosa y gozosa indolencia de, por un lado, dejarme llevar por las agujas del reloj; por el otro, abrir el periódico, escuchar la radio, e incluso hacerlo a la vez con la inestimable ayuda de mi adorado iPad. Algún día tengo que escribir algo así como una oda a ese cacharro maravilloso. Incluso me permite el lujo de cambiar con un golpe de dedo de la radio a la música cuando paso del afeitado meticuloso, exhaustivo, pero que me permite escuchar, a la ducha que tan sólo me concede oír debido al repiqueteo perturbador del agua. (Algún otro día también debo escribir algo así como una elegía al verbo oír, que parece haber pasado a mejor vida en los medios de comunicación y con ellos, y por ellos, en la conversación de todos los días).
Tiendo a divagar. Está claro. Todos los que me hayan leído, todos los que me conocen lo saben. Pero es que, como he dicho, hoy es uno de esos días en que la navegación sin rumbo es mi deporte preferido. De hecho, mi intención al levantarme era haber enfocado este artículo de hoy a otro tema —hay un par de ellos que vengo barruntando desde hace tiempo— pero la inmediatez de la noticia, que dirían los periodistas, me ha hecho cambiar de motivación. Hoy mi atención se ha orientado hacia dos hechos dispares pero que por algún curioso mecanismo químico en mi cerebro han provocado el salto de la chispa, la evocación absorbente de momentos sencillos y a la vez plenos, de personas cercanas, unas también geográficamente, otras no tanto. El primero de ellos ha sido el fallecimiento de Manolo Preciado, ese campechano y valiente entrenador de fútbol que no tenía pelos en la lengua y a quien no le dolían prendas para expresar su opinión con independencia de las consecuencias. La gente franca, clara, insobornable, merece todos mis respetos. No soy futbolero, pero este hombre me caía bien. Si me he acercado en los últimos tiempos a este mundo ha sido en gran medida por mi hijo; quién más cercano que un hijo. Y es seguramente a él, a mi hijo, a quien ha podido afectarle más: para él, el universo futbolístico es un valor en sí mismo; es de esas personas —muchas— que gravitan alrededor de esa esferita sin apenas masa para merecer tal gravitación, pero cuyo poder de seducción es evidente porque desata otra verdadera fuerza de la naturaleza. Gracias a él, a mi hijo, me he dejado perturbar más o menos parcialmente por esa fuerza y he aprendido incluso a apreciar la belleza que, ahora sí, sin duda, sé que tiene ese deporte. Pero vuelvo a Preciado porque lo que en realidad me ha conmovido en torno a la noticia de su fallecimiento es la semblanza que han hecho de él los periodistas y los comentarios con que lo han añorado públicamente sus amigos.
El otro acontecimiento en los medios se conoció ayer, pero hoy todavía resuenan, y mucho, los ecos del nombramiento de Philip Roth como Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Para mí ha significado muchísimo este reconocimiento tan merecido. Ha sido como si el premio recayera en alguien cercano, casi familiar, porque así me hace sentir la lectura de sus novelas lúcidas, a veces descarnadas, siempre reales, verdaderas, centradas, universalmente locales, localmente universales. Resulta soberbio comprobar hasta qué punto ese Newark judío y de clase media baja de los años cuarenta puede tener semejanzas con la Cartagena nacional-católica y de clase media baja de mi niñez. Esa universalidad sólo la consiguen los grandes y, sin duda, Roth es uno de ellos. Casi me dejaría tentar por calificarlo de el mejor o uno de los mejores escritores vivos, con ese entusiasmo con el que me lo presentó mi buen amigo Basilio; con el mismo entusiasmo con el que yo, en charletas de café, lo he calificado muchas veces; con la misma fruición con la que mi mujer y yo hemos comentado las sensaciones que nos han producido sus novelas. Pero parece que por escrito uno debe refrenarse un poco y reprimir la vehemencia. Lo que sí está claro es que puedo decir alto y claro los excelente momentos que Roth (y su maravilloso traductor, Jordi Fibla) me hace pasar.
También parece claro lo poco que solemos apreciar la recomendación de un buen libro, una buena película o un buen disco. O mejor, lo poco que nos acordamos de quien nos los recomienda. Yo, sin embargo, sí me acuerdo de que fue Basilio (otro cántabro como Preciado) quien provocó esta verdadera revolución en mí. Ya nada será igual después de leer a Roth. Y recuerdo con exactitud el momento y el lugar. Serían las once de la noche en la penumbra de un bar medio chic de vinos en El Camino Real de Menlo Park, en California. Tenía que ser un buen bar de vinos porque estábamos con Valentín, naturalmente. Tres españolitos invitados a la Universidad de Stanford, en la otra esquina del mundo, para hablar de transporte de radiación polarizada y de medida de campos magnéticos solares. Y a disfrutar un poco de la amistad. Nada menos. Y nada más. Me viene a la memoria ese rato, después de cenar (de la cena no me acuerdo), en el que comenzamos ritualmente por la excitación de Valentín ante la contemplación de los muchos y buenos vinos que allí había y que continuamos reposadamente bañados por la luz mortecina y umbrosa del local, mecidos por una casi imperceptible música (¿era jazz?; no lo sé; sólo la oíamos apenas, no la escuchábamos), embriagados por los aromas y el paladar gustoso de los Zinfandel y Syrah (o Shiraz como les gusta escribir a los californianos). Hablando del trabajo, cómo no. De los colegas: criticando a más de uno, naturalmente. Regodeándonos en ese único premio que nos concedemos y que nos motiva a los científicos: la vanidad. Cuando se está entre amigos que a la vez son colegas es cuando uno se puede entregar con mayor comodidad a ese deporte, más propio de abuelas, de regalarse el oído con lo bien que hace uno las cosas. Qué dulces momentos. Pero cuando esos amigos son más, también hay oportunidad para hablar de todo, de mujeres —claro, siempre—, de vinos —por supuesto— y de libros. Y así aprender, sentir, disfrutar, compartir. ¿Qué mejor ocasión para que le hablen a uno apasionadamente de la estructura molecular de los taninos de este vino u otro o de la preclara visión del mundo del nuevo Premio Príncipe de Asturias?
También parece claro lo poco que solemos apreciar la recomendación de un buen libro, una buena película o un buen disco. O mejor, lo poco que nos acordamos de quien nos los recomienda. Yo, sin embargo, sí me acuerdo de que fue Basilio (otro cántabro como Preciado) quien provocó esta verdadera revolución en mí. Ya nada será igual después de leer a Roth. Y recuerdo con exactitud el momento y el lugar. Serían las once de la noche en la penumbra de un bar medio chic de vinos en El Camino Real de Menlo Park, en California. Tenía que ser un buen bar de vinos porque estábamos con Valentín, naturalmente. Tres españolitos invitados a la Universidad de Stanford, en la otra esquina del mundo, para hablar de transporte de radiación polarizada y de medida de campos magnéticos solares. Y a disfrutar un poco de la amistad. Nada menos. Y nada más. Me viene a la memoria ese rato, después de cenar (de la cena no me acuerdo), en el que comenzamos ritualmente por la excitación de Valentín ante la contemplación de los muchos y buenos vinos que allí había y que continuamos reposadamente bañados por la luz mortecina y umbrosa del local, mecidos por una casi imperceptible música (¿era jazz?; no lo sé; sólo la oíamos apenas, no la escuchábamos), embriagados por los aromas y el paladar gustoso de los Zinfandel y Syrah (o Shiraz como les gusta escribir a los californianos). Hablando del trabajo, cómo no. De los colegas: criticando a más de uno, naturalmente. Regodeándonos en ese único premio que nos concedemos y que nos motiva a los científicos: la vanidad. Cuando se está entre amigos que a la vez son colegas es cuando uno se puede entregar con mayor comodidad a ese deporte, más propio de abuelas, de regalarse el oído con lo bien que hace uno las cosas. Qué dulces momentos. Pero cuando esos amigos son más, también hay oportunidad para hablar de todo, de mujeres —claro, siempre—, de vinos —por supuesto— y de libros. Y así aprender, sentir, disfrutar, compartir. ¿Qué mejor ocasión para que le hablen a uno apasionadamente de la estructura molecular de los taninos de este vino u otro o de la preclara visión del mundo del nuevo Premio Príncipe de Asturias?
Me encanta leerte padre.
ResponderEliminarTe quiero(:
Si el círculo no estuviera inventado, lo harías tú con tus artículos 'redondos'. Parece un artículo temáticamente sinuoso, pero no. El eje es la emoción, el sentimiento escondido detrás de lo valioso, lo sensorial, lo que hay de placer emocional, lo que hace merecer las cosas.
ResponderEliminarUn astrofísico escritor de lo intangible, ¡qué interesante!
Un abrazo,
Vicente