A lo largo de mi adolescencia y juventud
libertarias pude llegar a leer numerosos textos idealistas y bellos como “La
conquista del pan”, del príncipe Kropotkin, verdadera joya decimonónica del
anarquismo utópico, hasta auténticos manuales pragmáticos como “Educación
libertaria” (ustedes me perdonarán que no recuerde a sus dos autores; hace
tanto tiempo…). Siempre recordaré el comienzo de este último librito: «Educar es
manipular». El escalofrío que pudo llegar a sentir mi espíritu, repleto por aquel
entonces de sinceros ideales, fue mayúsculo como pueden imaginar: dos señores
de quienes yo esperaba las fuentes de la ortodoxia libertaria defendían como
principal argumento para su tesis un procedimiento más próximo en principio a
las prácticas dictatoriales que al establecimiento de una sociedad de “hombres
buenos” voluntariamente decidida por sus propios miembros. Cuando la madurez y
la experiencia me han hecho comprender tantas otras cosas, también me han
permitido entender que aquél no era sino el reconocimiento honrado de un hecho
inevitable: el maestro posee la capacidad libérrima y la responsabilidad
magnífica no sólo de informar, sino de formar y hasta de conformar la
personalidad de seres humanos que, casi literalmente, pasan por sus manos puesto
que así lo disponemos los padres en un ejercicio de confianza máxima. Ya sea
por acción o intención, ya por omisión o dejación, los maestros pueden
entusiasmar o defraudar, aficionar o desinteresar, pueden en definitiva
encauzar vocaciones o descarrilar intereses. Entiendo pues, ahora, esa
manipulación que suscitaba mis juveniles escrúpulos: en una sola palabra se
encierra el manido símil bíblico del ceramista y la arcilla; con todas sus
diferencias (los sujetos no son sólo pacientes, ni existe un único
“manipulador”), pero también con todas sus similitudes.
Estimular el espíritu crítico de los alumnos
hasta cotas que puedan permitir a éstos trascender incluso la propia opinión de los formadores es una tarea que
se antoja ingrata pero sólo al que no la ha experimentado y se encuentra
adocenado en la cómoda posición de la doctrina y la pereza intelectual.
Acompañar el crecimiento y facultar la independencia de los individuos,
transmitir la primera enseñanza que ha introducido la ciencia en la sociedad: la
prevalencia de la razón frente al ostracismo de la credulidad, sembrar en los campos
ubérrimos de mentes ávidas de conocimiento son tareas sólo parangonables con
las de la paternidad y así las equiparaba un admirado compañero y querido amigo
en un acto académico. La generosidad inherente a su trabajo es pocas veces
apreciada, pero no por olvidada es menos notable. De las manos, de la palabra,
de los gestos, del cariño de un profesor se alimentan en gran medida los
alumnos. De esos ejercicios de entrenamiento aprendidos en la escuela o en la
facultad surgen a veces las ideas brillantes, las curiosidades inquietas, el
estado de permanente alerta frente a la sinrazón y a la vulgaridad, pero además
también nacen el espíritu de constante aprendizaje, las ganas de adquirir
conocimiento y virtudes de nuestros congéneres, las mejores vacunas contra el
ostracismo y la indolencia. Los seres humanos sólo pueden ser libres cuando
poseen la capacidad de juzgar lo que les es útil y lo que no, lo que perjudica
al otro y lo que no, lo que es verdad de lo que les cuentan o les pretenden
vender y lo que no. A ese proceso de adquisición de la libertad contribuye sin
duda el maestro y a él corresponde gran parte del mérito, pero también le es
exigible su cuota de culpa cuando por incumplimiento de su labor incita el
desdén y la desgana, cuando confundiendo ciencia y conciencia no sabe enseñar y
más que instruir dogmatiza, cuando equiparando razón y religión se obstina en
hurtar a aquélla algo que ésta debe obtener en ámbitos no académicos. Poseer la
singular influencia sobre las personas que un maestro posee es seguramente un
privilegio pero a la vez la mayor de las responsabilidades. De su trabajo puede
surgir la obra magnífica y también el aborto manifiesto.
Quizá la labor del maestro tenga que ver, más
que con la tarea del ceramista, con la labor de un escultor que, como Miguel
Ángel según la leyenda, se limitaba a «descubrir» a Moisés, a David o a La Piedad allá donde el
bloque de mármol le aseguraba que estaban. Sé que soy muy exigente con los
maestros pero ellos pueden dar eso y más. Ciertamente es una tarea de
formidable esfuerzo pero entusiasmante y fértil. Sus beneficios y frutos no se
pueden cuantificar en número pero su fertilidad es cualitativa y reconfortante.
Otro compañero formulaba su más íntimo deseo: «que la de maestro sea
la profesión más respetada del mundo». Sea, pues. Gracias Cari, José Luis, José
Antonio, Vicente, Miguel, Francisco, Vicente, Pepe, Humberto, Agapito, José
Antonio, Antonio…
¡Cómo me ha gustado este artículo! Difícil arte el de la enseñanza. Y digo 'arte' porque creo que infunde calidad en la acción (intervención) educativa y llega a superar lo de instructivo que tiene la enseñanza. Desde luego, el dogmatismo es el principal camuflaje del conocimiento (científico)... Me apunto a la razón, en todas sus formas.
ResponderEliminarVicente
Touché!
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