martes, 24 de septiembre de 2013

Viajeros (publicado en Granada Hoy el martes, 23 de septiembre de 2013)


Para un viajero inveterado, impenitente como yo, abordar un avión a través de la pasarela o ingresar en un tren ascendiendo sus dos o tres escalones son actos casi mecánicos para los que no se precisa mayor atención que la auditiva a fin de ser conscientes del momento en que se han de llevar a cabo. Apenas una mirada aquí y allá para encontrar el asiento, un pequeño gesto al mostrar la identificación o el billete y poco más. Uno entra, se sienta y, salvo que vaya acompañado por otro ser humano, utiliza su acompañante material —un libro, un periódico, un reproductor de música un ordenador para trabajar o un compendio de esas cosas y otras muchas, un iPad o tableta semejante— para sumergirse literalmente en una burbuja de independencia a veces rayana en la soledad. Así el viaje, no importa cuán largo sea, se convierte en un ejercicio de ensimismamiento que, si bien puede ser enriquecedor por la lectura o la música, o productivo por el empleo laboral del tiempo, pierde aquella condición social tan maravillosa de no hace tanto tiempo atrás. Aún recuerdo aquellos viajes estudiantiles (casi siete horas de autobús) en los que, invariablemente, conocías gente y hacías amigos. Tu compañero o compañera de asiento, por supuesto, pero a veces el bullicio era tal (todos los estudiantes viajábamos en las mismas fechas) que el autobús más parecía de servicio discrecional que de línea regular. Pero el hecho social no se ceñía al entonces humilde medio de transporte ni a la juventud de los viajeros. Incluso en el avión, casi prohibitivo económicamente en aquella época, uno encontraba personas de todas las edades dispuestas a compartir el viaje. Se hablaba de todo, del trabajo, de los estudios, de la familia, de los amigos, de literatura, de música, de cualquier cosa. Nada parece quedar hoy en día de aquellas entrañables costumbres. A veces uno percibe hasta molestia si osa interpelar a su compañero de asiento: una apertura momentánea de las valvas de una ostra que se cierran automáticamente unos pocos segundos después. Por eso me ha regocijado la historia de mi hija: hace un par de semanas coincidió en la estación con otro pasajero que casi la triplicaba en edad, pero con el que supo trabar una conversación agradabilísima sobre los planes de este para un viaje formidable que estaba a punto de comenzar. Hoy, su pequeña historia ha pasado a formar parte de nuestro anecdotario familiar con el que mínimamente, casi por sorpresa, simplemente porque dos seres humanos coincidieron en una estación de tren, se ha establecido un vínculo entre nosotros.

1 comentario:

  1. Así es la gente maravillosa, una sorpresa de vez en cuando. Me he identificado con esta historia. No hay nada como un descubrimiento de este tipo cuando hay tiempo para hablar y hablar.

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